Cuando el
Espíritu Santo santifica a los creyentes, él hace una obra completa en ellos.
Les pone en sus
mentes, voluntades y corazones, un principio sobrenatural de gracia el cual los
llena con un deseo santo de vivir para Dios. Toda la vida y el ser de santidad descansan
en esto. Esta es la nueva creación.
A. LA SANTIDAD CONSISTE DE
OBEDIENCIA A DIOS
La santidad es
actual obediencia a Dios de acuerdo a los términos del pacto de gracia. De acuerdo
a esos términos Dios promete escribir su ley en nuestros corazones para que le temamos
y guardemos sus estatutos.
Dios ha dado una
norma o nivel, seguro y fijo para esta obediencia. Esta es su voluntad revelada
en la Escritura. (Miq. 6:8). Todo lo que Dios ha mandado en la Escritura
debemos hacer. No debemos agregarle o quitarle (Dt. 4:2; 12:32; Jos. 1:7; Pr.
30:6 Ap. 22:18, 19).
Debemos obedecer
porque Dios lo ha mandado (Dt. 6:24, 25; 29:29; Sal.119:9).
La luz natural no
es suficiente (Ro. 2:14, 15). La luz natural no es la norma del evangelio. La
Palabra de Dios es la norma del evangelio y Dios prometió a su Espíritu junto
con su Palabra. Ha prometido que el Espíritu traiga nueva vida a nuestras almas
y su Palabra para que nos guie (Is. 59:21).
La Palabra de
Dios es nuestra norma en tres formas.
PRIMERO, requiere que seamos restaurados a la imagen de Dios.
La santidad no es nada más que la Palabra cambiada a gracia en nuestros
corazones. Somos nacidos de nuevo por la semilla incorruptible de la Palabra de
Dios. Esta semilla es implantada en nuestras almas por el Espíritu Santo, quien
nada obra en nosotros excepto lo que la Palabra primero nos requiere.
SEGUNDO, todos nuestros pensamientos, deseos, y hechos deben
de ser regulados por la Palabra de Dios.
Y TERCERO, todos nuestros hechos y deberes externos, ambos
privados y públicos, deben ser ordenados por la Palabra de Dios. Así como la
Escritura es la norma de obediencia a Dios, así la norma para que Dios acepte
nuestra obediencia son los términos del nuevo pacto (Gn. 17:1).
En el estado de
justicia original, la norma de nuestra aceptación con Dios era obediencia a la
ley y al pacto de obras. La obediencia debía de ser perfecta. Ahora, aunque
verdaderamente y realmente renovados por gracia a la imagen de Dios, todavía no
somos perfectos. Todavía tenemos en nosotros mucha ignorancia y pecado en
contra del cual debemos pelear (Ga. 5: 16, 17). Dios en el pacto de gracia le
agrada aceptar esa obediencia santa la cual hacemos sinceramente. Cristo llevó
acabo una obediencia perfecta por nosotros, por lo tanto nuestra obediencia
evangélica no nos hace aceptados por Dios. Es solo la fe en Cristo que hace
eso. La obediencia evangélica es la forma de enseñar nuestra gratitud a Dios.
Por la tanto
aprendemos dos grandes doctrinas:
(1) Aprendemos que en la mente y alma de todos los
creyentes esta forjada y preservada por el Espíritu de Dios una obra
sobrenatural de gracia y santidad. Es por esta obra, que los creyentes son
hechos aptos para Dios y capacitados para vivir para Dios. Por esta obra los
creyentes también son capacitados para realizar esa obediencia la cual Dios
requiere y acepta por medio de Cristo en el pacto de gracia.
(2) Aprendemos también que en cada acto de obediencia,
ya sea interna solamente, tal como creer y amar, o externa también, en buenas
obras, una obra directa de gracia por el Espíritu Santo en el creyente es
necesaria.
Hay una obra tan
sobrenatural creada en los creyentes por el Espíritu Santo la cual siempre
habita en ellos. Esta obra del Espíritu Santo inclina la mente, la voluntad y
el corazón a obras de santidad y así nos hace aptos para vivir para Dios. Esa
obra también da poder al alma capacitándola para vivir para Dios en toda
obediencia santa. Esta obra se diferencia específicamente de todos los otros
hábitos, intelectuales o morales, que podamos lograr por nuestros esfuerzos, o
por dones espirituales que se nos puedan dar.
B. LA VERDADERA VIDA
ESPIRITUAL UN HABITO SOBRENATURAL DE LA GRACIA
¿Que queremos
decir con un habito sobrenatural? No es cualquier acto individual de obediencia
a Dios. Actos individuales de obediencia pueden comprobar la santidad pero no
crearla (1Co. 13:3; Is. 1:11-15). Un habito sobrenatural es una virtud, un
poder, un principio de vida espiritual y gracia forjada en nuestras almas y
todas nuestras facultades.
El habito
sobrenatural constantemente habita en los creyentes; existe antes qué cualquier
obra actual de santidad sea hecha, y es en si mismo la causa y origen de toda
verdadera obra y santidad.
Este hábito
sobrenatural en nosotros no produce obras de santidad por su propia habilidad
innata, así como en los hábitos físicos ordinarios. Lo hace por el Espíritu
Santo capacitándolo para producirlos. Todo el poder e influencia de este hábito
sobrenatural es de Cristo nuestra cabeza (Ef. 4:15, 16; Col. 3:3; Juan 4:14).
Está en nosotros
así como la savia está en la rama. Aún más, varía en fuerza y florece más en
unos creyentes que en otros. Y mientras no es adquirido por obras de
obediencia, sin embargo es nuestro deber de cuidarlo, ayudarlo a crecer dentro
de nosotros y de fortalecerlo y mejorarlo. Debemos de ejercitar nuestras
gracias espirituales así como ejercitamos a nuestros cuerpos.
Hay un hábito
espiritual o un principio gobernante de vida espiritual forjado en los creyentes
del cual viene toda la santidad (Dt. 30:6; Jer. 31:33; Ez. 36:26, 27; Juan 3:6;
Ga. 5:17; 2P. 1:4).
El Espíritu de
Dios crea en el creyente una naturaleza nueva la cual se expresa a sí misma en
todas las actividades de la vida de Dios en nosotros (Ef. 4:23, 24; Col. 3:10).
Y por esta vida espiritual forjada en nosotros estamos continuamente unidos a Cristo.
C. UNIÓN CON CRISTO
El Espíritu Santo
que mora en nosotros es la causa de esta unión con Cristo, pero la naturaleza
nueva es el medio por el cual somos unidos a Cristo (Ef. 5:30; 1ª Co. 6:17; He.
2:11, 14).
Nuestra semejanza
a Dios esta en este hábito nuevo espiritual creado en nosotros, porque por él
la imagen de Dios es reparada en nosotros (Ef. 4:23, 24; Col. 3:10).
Y es por esta
vida espiritual nueva en nosotros que somos capacitados para vivir para Dios.
Este es el principio gobernante interno de vida del cual todos los actos
vitales en la vida de Dios vienen. Esta es la vida la cual Pablo describe, como
.escondida con Cristo en Dios. (Col. 3:3).
Él así de este
modo cubre con un velo esta vida espiritual, sabiendo que somos incapaces de
ver firmemente a su gloria y belleza.
Por lo tanto
aprendamos a no satisfacernos a nosotros mismos, ni a descansar en ninguno de
los actos o deberes de obediencia, ni tampoco en ninguna obra buena, por mas
buena y útil que sea, las cuales no salgan de este principio vital de santidad
en nuestros corazones (Is. 1:11-15).
En lo que toca a
estos deberes, ya sea de moralidad o de religión, son buenos en si mismos, y
deben ser aprobados y alentados. Pueden hacerse de motivos equivocados (Ro. 9:31,
32; 10:3, 4).
Pero el mundo
necesita hasta las buenas obras de hombres malos, aunque debamos persuadirlos
de no confiar en estas obras buenas sino solo en Cristo para la salvación.
Donde exista este
principio gobernante de santidad en el corazón de los creyentes adultos, se
manifestará en el comportamiento externo (Tito 2:11, 12).
Todos los
Cristianos concuerdan, cuando menos en palabras, que la santidad es absolutamente
necesaria para salvación por Cristo Jesús (He. 12:14).
Pero muchos piensan
que haciendo lo mejor que podamos para vivir una vida moralmente decente es santidad
(1ª Co. 2:14).
No se dan cuenta
que es una obra más grande el ser verdaderamente y realmente santo que lo que
la mayoría de la gente piensa.
La santidad es la
obra de Dios el Padre (1ª Tes. 5:23).
Es una obra tan
grandiosa que solo el Dios de paz la puede hacer. Para que podamos nacer de
nuevo, la sangre de Cristo tiene que ser derramada y el Espíritu Santo ser
dado. Vamos, entonces, a no contentarnos con solo el nombre de Cristiano, pero
estemos seguros que tengamos la realidad de una verdadera vida Cristiana.
D. LOS DEBERES DEL CREYENTE.
Ahora si hemos
recibido este principio gobernante de santidad, entonces somos llamados a los
siguientes deberes.
Debemos
cuidadosamente y diligentemente apreciar y cuidar de esta nueva vida espiritual
nacida en nosotros. Ha sido confiada a nosotros y se espera de nosotros que cuidemos
de ella, la amemos y que fomentemos su crecimiento. Si nosotros de buena gana,
o por descuido, permitimos que sea lastimada por tentaciones, debilitada por corrupciones,
o no ejercitada en todos sus deberes conocidos, nuestra culpa y nuestros problemas
serán grandes.
Es también
nuestro deber demostrar convincentemente que tenemos esta nueva vida.
Debemos dejarla
que se revele por sus frutos. Los frutos de esta vida son la matanza de deseos
corruptos y el ejercitar de todos los deberes de santidad, justicia, amor y
devoción a Dios en este mundo. Una razón porque Dios nos dió esta nueva vida
fue para que fuera glorificado. Y al menos que esos frutos visibles de santidad
sean vistos, nos exponemos a cargos de hipocresía. Vamos entonces a revelar en
nuestras vidas lo que hemos recibido.
Esta gracia de
santidad forjada en nosotros lleva a un hábito nuevo de vida, inclinándonos y
empujándonos a obras y actos de santidad. Hábitos morales nos llevan a acciones
morales. Pero esta gracia de santidad nos capacita para ser santos y para vivir
para Dios. El hombre natural es ajeno a esta vida (Ef. 4:18; Ro. 8:6).
El hombre natural
encuentra a la santidad aburrida y trabajosa (Mal. 1:13).
Aborrece la
santidad porque su actitud hacia Dios es una de enemistad, y por lo tal no
puede agradar a Dios (Ro. 8:7-8).
La naturaleza
nueva, por la otra parte, se comporta muy diferente. Da un nuevo deseo e inclinación
al corazón el cual la Escritura llama temor, amor y deleite (Dt. 5:29; Jer 32:39;
Ez. 11:19; Os. 3:5). La nueva naturaleza da a la mente una perspectiva y
dirección nueva. Esta nueva perspectiva y dirección se llama inclinación espiritual
(Ro. 8:6; Col. 3:1, 2; Sal. 63:8; Fil. 3:13, 14; 1P. 2:2).
Por este
principio gobernante de santidad en nosotros, el pecado es debilitado y gradualmente
quitado y el alma constantemente desea ser santa.
El corazón
santificado desea llevar acabo cada deber conocido de santidad porque está involucrado
en obedecer todos los mandamientos de Dios. La santidad falsa del príncipe joven
rico fue expuesta cuando Cristo lo llamo a vender todo lo que tenia y darlo a
los pobres. Se fue triste porque tenía muchas posesiones.
Nahamán el Sirio,
después de ser sanado de su lepra por Eliseo, todavía quería agradar a sus amos
terrestres al inclinarse en la casa de Rimmon (2ª R. 5:18). La santidad
verdadera a veces puede resbalar y volver atrás, pero no volverá a todo el
curso de pecado. El corazón santificado sigue en la santidad cual sea la
oposición. La persona santa teme al señor todo el día. La santidad es como un
torrente corriendo constantemente cual sea la obstrucción. (Juan 4:14).
Simple moralidad
externa es como un barco velero dependiendo en los vientos externos para
soplarlo a lo largo. Pero la persona que tiene este principio gobernante de santidad
en él es como un barco con su propio poder interno moviéndose independientemente
de cualquier viento que pueda o no soplar.
La gracia de
santidad es permanente y habita para siempre. Nunca dejara de alentar al alma
entera para cada deber hasta que venga al completo gozo de Dios. Es esa agua
viva que mana a la vida eterna (Juan 4:14). Está prometida en el pacto (Jer.
32:40). Capacita al creyente a no descuidar ningún deber (He. 6:11; Is. 40:31).
E. NO PERFECTOS TODAVÍA
Todos los que
tienen esta gracia de santidad también tienen dentro de ellos la naturaleza vieja
con sus deseos pecaminosos. Este es el pecado que mora en nosotros. También es llamado
el cuerpo de muerte (Ro. 7:24). En los creyentes estas disposiciones
contrarias, la gracia de santidad y el cuerpo de pecado están en las mismas
facultades. De este modo la carne pelea contra los deseos espirituales y la
naturaleza nueva bajo el principio gobernante de santidad pelea contra los
deseos carnales (Ga. 5:17).
El pecado y la
gracia no pueden llevar el dominio en el mismo corazón al mismo tiempo. Ni
tampoco pueden ser igual en fortaleza, si no entonces ninguna obra fuera posible.
En el hombre natural, la carne o naturaleza depravada lleva el dominio (Gn.
6:5; Ro. 8:8). Pero cuando la gracia es introducida, este hábito de pecado es
debilitado y su fortaleza incapacitada para que no pueda llevar a la persona al
pecado así como lo hacia antes (Ro. 6:12). Sin embargo, todavía hay restos del
pecado en los creyentes los cuales buscan ser entronados.
En el estado
natural, el pecado dominaba, pero las dos luces, a saber la conciencia y la mente,
se oponían. En el estado de regeneración, la gracia de santidad domina, pero se
le oponen los restos del pecado que aún mora. Y así como la conciencia y el
razonamiento paran mucho a un pecador de pecar así los restos del pecado
estorban la naturaleza regenerada de hacer muchas cosas buenas.
La gracia de
santidad inclina al alma a todo acto de obediencia. El deseo de obedecer las
reglas de Dios está en el regenerado- su corazón esta fijo para la santidad así
como la aguja del compás apunta al norte, aunque a veces en la presciencia del
hierro la aguja puede ser desviada.
La gracia de
santidad se revelara a si misma en su resistencia a todo lo que trate de desviarla
de su meta, la cual es el perfeccionamiento de la imagen de Dios en el ama. Donde
esto no pasa, allí no hay santidad.
La adoración
religiosa, emparejada con el comportamiento moral, decente y honrado no es
santidad auténtica, al menos que el alma entera sea dominada por deseos para
eso que es espiritualmente bueno y todo el comportamiento es producido por la
nueva naturaleza regenerada la cual es la imagen de Dios renovada en nuestra
alma.
Deberes externos
que salen de la luz y de la convicción pueden ser muchos, pero si no brotan de
la raíz de la gracia en el corazón, pronto se marchitan y mueren (Mt. 13:20,
21).
La evidencia mas
clara que nuestras almas han sido renovadas es de que la mente y el alma desean
ser santas. Este deseo es gratis, genuino y no forzado. Es un deseo firme para
obedecer y hacer todo lo que es santo. Es un deseo que rompe toda oposición a
la santidad y mira hacia ese día cuando sea perfeccionado en la santidad.
PREGUNTA. ¿Porque David ora que Dios incline su corazón a los
testimonios de Dios (Sal. 119:36)? ¿Esta David buscando un nuevo acto de
gracia, o no sale esta inclinación del corazón a los testimonios de Dios, del
hábito de gracia ya implantado en el alma?
RESPUESTA. A
pesar de todo el poder y obra de este hábito de gracia, también hay un requerimiento
de una obra adicional del Espíritu Santo para capacitar a este hábito de gracia
para que actualmente lleve sus deberes en casos especiales.
Dios inclina
nuestros corazones a deberes y a la obediencia mayormente por fortaleciendo,
incrementando y activando la gracia que hemos recibido, y la cual está en nosotros.
Pero ni tenemos ahora, ni tampoco tendremos en este mundo, tal reserva de fortaleza
espiritual que ya no necesitaremos orar por mas.
El poder de este
hábito de gracia no solo capacita al creyente a vivir una vida santa, sino
también estimula en él deseos para mas santidad (Ez. 36:26, 27). En nuestro
estado no regenerado estábamos sin fuerzas (Ro. 5:6).
Éramos impíos y
no teníamos poder para vivir para Dios. Pero ahora en y por la gracia de
regeneración y santificación tenemos una habilidad que nos capacita a vivir
para Dios (Is. 40:31; Col. 1:11; Ef. 3:16; Fil. 4:13; 2ª P. 1:3; Juan 4:14; 2ª Co.
12:9). Donde hay vida, hay fuerza.
¿Cuál es entonces
esta fuerza espiritual, y de donde viene ya que el hombre natural esta
totalmente incapacitado para hacer cualquier bien espiritual?
Hay tres facultades
en nuestras almas las cuales son capaces de recibir fuerza espiritual. SON EL ENTENDIMIENTO, LOS DESEOS Y LA VOLUNTAD. Así que cualquier habilidad espiritual que tengamos
debe ser porque ha sido impartida a estas facultades.
La fuerza
espiritual en la mente descansa en una habilidad y luz espiritual para entender
las cosas espirituales de una manera espiritual. Los hombres en su estado
natural están totalmente desprovistos de esta habilidad. Solo el Espíritu Santo
imparte el principio de vida espiritual y santidad (2Co. 4:6; 3:17, 18; Ef.
1:17,18). No todos los creyentes tienen el mismo grado de habilidad y luz
espiritual (He. 6:1-6). Pero no hay excusa para ninguno (1Co. 2:12; 1Juan 2:20,
27; He. 5:14).
La fuerza
espiritual en la voluntad descansa en su libertad y habilidad de acordar con, escoger
y abrasar las cosas espirituales. Los creyentes tienen libre voluntad para
escoger lo que es espiritualmente bueno, porque son libres de esa esclavitud al
pecado a la cual estaban sujetos antes que fueran regenerados.
Una libre
voluntad que hace al hombre totalmente independiente de Dios es desconocida en
la Escritura. Somos totalmente dependientes en él para todas nuestras buenas
acciones y para esa raíz y fuente de santidad en nosotros de la cual todas las acciones
espirituales salen.
En el estado
natural, todos los hombres están esclavizados al pecado. El pecado domina su
mente, sus corazones y voluntades para que ni deseen ni hagan algún bien espiritual.
Pero de acuerdo a la Escritura, cuando una persona es regenerada tiene una libre
voluntad, no para escoger lo bueno o lo malo imparcialmente (como si no
importara que escogiera) sino para que le guste, ame, escoja y se aferre de
Dios y su voluntad en todas las cosas. La voluntad ahora libre de la esclavitud
del pecado e iluminada por la luz y amor, desea y escoge libremente las cosas
de Dios. La voluntad hace esto porque Ha recibido fuerza espiritual y habilidad
para hacerlo. Es la verdad que deja a la voluntad libre (Juan 8:32, 36).
F. ALGUNAS VERDADES DE LA
ESCRITURA SOBRE LA LIBRE VOLUNTAD
El hombre no
puede, independientemente de Dios, desear hacer cualquier cosa si Dios no desea
esa cosa también. Es Dios el que controla todas las acciones del hombre. Es
Dios el que gobierna sobre todas las cosas por su voluntad, poder y
providencia. Es Dios quien determina que o que no pasará en el futuro. Si el
hombre pudiera llevar acabo al máximo todo lo que desea hacer sin importar la
voluntad de Dios de que no debería hacerlo, entonces seria inconsistente con el
pre-conocimiento, autoridad, decretos y dominio de Dios y pronto probaría ser
ruinoso y destructivo para nosotros.
El hombre no
regenerado es totalmente incapaz de cualquier bien espiritual o creer y obedecer
a la voluntad de Dios. El hombre no regenerado no tiene libertad, poder o capacidad
para escoger y hacer la voluntad de Dios. Si pudiera, entonces la Escritura
está errónea y la gracia de nuestro Señor Jesucristo seria destruida.
La verdadera
libertad de voluntad dada a los creyentes descansa en una libertad de gracia y
habilidad para escoger, desear y hacer lo que sea espiritualmente bueno, y rechazar
lo que sea malo. La libertad de voluntad dada a los creyentes no significa que tienen
el poder para escoger el bien o el mal y hacer bien o mal así como la voluntad determine.
Esto es una voluntad libre ficticia e imaginaria. Al contrario la voluntad
libre dada a los creyentes es consistente con la doctrina de Dios como la
primera causa soberana de todas las cosas. La verdadera libertad piadosa de la
voluntad se sujeta a la gracia especial de Dios y a la obra del Espíritu Santo.
Es una libertad por la cual nuestra obediencia y salvación son aseguradas. Es
una voluntad libre que responde a las promesas del pacto por el cual Dios
escribe sus leyes en nuestros corazones y pone su Espíritu en nosotros, para
capacitarnos para andar obedientemente.
EN LA REGENERACIÓN los deseos y sentimientos los cuales son
naturalmente los primeros sirvientes e instrumentos del pecado, son vueltos a
amar y desear a Dios (Dt. 30:6).
EN LA SANTIFICACIÓN el Espíritu Santo crea en nosotros un principio de
gracia nuevo, espiritual y vital. Este reside en todas las facultades de
nuestras almas. A este el Espíritu Santo lo abriga, preserva, incrementa y
fortalece continuamente por suministraciones efectivas de gracia de parte de
Jesucristo. Por este principio de gracia el Espíritu Santo dispone, inclina y
capacita al alma entera a hacer esa obediencia santa por la cual vivimos para
Dios. Por esta gracia espiritual, el Espíritu Santo se opone, resiste y
finalmente conquista a toda oposición pecaminosa.
Por su gracia
espiritual y poder el Espíritu Santo hace listo al creyente para cualquier deber
santo y él hace la obediencia espiritual fácil para el creyente. El Espíritu
Santo da esta disposición al quitar todas esas cargas las cuales están aptas
para tapar nuestras mentes y estorbarlas en su disposición para obedecer y ser
santos. Estorbos especiales a la mente son el pecado, el mundo, pereza
espiritual e incredulidad (He. 12:1; Lucas 12:35; 1P. 1:13; 4:1; Ef. 6:14; Mr.
14:38).
G. ESTORBOS A LA SANTIDAD
En el no
regenerado, esta el pecado de procrastinar (Pr. 6:10).
Pero en el
regenerado la pereza y el procrastinar también son evidentes (Cant. 5:2, 3).
Para superar
estos pecados debemos de poner nuestra mente en las cosas de arriba (Col. 3:2).
Debemos de agarrar una idea de la belleza y la gloria de la santidad. Debemos
despertar nuestros deseos para deleitarnos en la santidad. Esto crea una
facilidad en obediencia espiritual porque hemos recibido una nueva naturaleza.
En este sentido, así como es natural para nosotros ser un ser humano, así ahora
es .natural ser un ser humano espiritual.
Dios escribe sus
leyes en nuestros corazones. Por naturaleza las cosas de la ley de Dios son ajenas
a nosotros (Os. 8:12).
Hay en nuestra
mente enemistad en contra de ellas (Ro. 8:7).
Pero todo esto es
quitado por gracia. Los mandamientos de Dios ya no son penosos (1ª Juan 5:3).
Todos los caminos
de Dios ahora son placenteros. (Pr. 3:17).
La gracia guarda
el corazón y así a la persona entera continuamente activa en la santidad, y la repetición
hace a los deberes más fáciles. Es un manantial de agua viva continuamente burbujeando
en nosotros, revelándose a si mismo en la oración, lectura de la Biblia, y comunión
santa. Se muestra a si mismo en misericordia, bondad, caridad y bondad fraternal
hacia todos los hombres. La gracia trae la ayuda de Cristo y su Espíritu.
Cristo el
Señor cuida de
esta naturaleza nueva y la fortalece por las gracias del Espíritu Santo, para que
su yugo sea fácil y su carga liviana (Mt.11:30).
Algunos creyentes
no encontraran los deberes espirituales livianos y fáciles, sino pesados y
dificultosos. Si ese es el caso necesitamos examinarnos a nosotros mismos y ver
de donde sale esa carga. Si sale de desgana interna para llevar el yugo de
Cristo y nuestra religión se mantiene por miedo y convicciones de pecado,
entonces todavía no estamos regenerados. Pero si sale de deseos internos y
añoramos ser libres del pecado y vivir para Dios en obediencia santa, para que
solo estemos muy contentos de tomar el yugo de Cristo y pelear contra todo el
pecado conocido, entonces si somos verdaderamente regenerados. Debemos,
entonces, examinarnos a nosotros mismos si hemos sido constantes y diligentes
en hacer todos los deberes que nos son más difíciles.
La gracia primero
nos hace ser constantes en los deberes espirituales. La gracia después nos hace
ser diligentes en todos los deberes y de encontrar a todos los deberes fáciles
y placenteros.
Las dificultades
pueden ser causadas por tentaciones de preocupación las cuales cansan, perturban
y distraen la mente.
PROBLEMA. ¿Hay verdadera santidad en mí o estoy siendo
engañado por algo falso?
REPUESTA. Estamos engañados si pensamos que la verdadera santidad son las
intenciones buenas y ocasionales para dejar el pecado y vivir para Dios las
cuales son traídas por problemas, enfermedades, culpabilidad o miedo a la
muerte. (Mr. 6:20 Véase también Sal. 78:34-37; Os. 6:4).
Estamos engañados
si pensamos que teniendo los dones del Espíritu prueba que somos santos de
corazón. Los dones son del Espíritu Santo y deben valorarse grandemente.
Conducen a los
hombres a hacer deberes los cuales tienen una grande apariencia de santidad,
oran, predican y mantienen un compañerismo espiritual con los verdaderos creyentes.
Pero los deberes hechos por el estimulo de los dones espirituales no es verdadera
obediencia santa. En los verdaderos creyentes, los dones promueven santidad pero
son siervos para santidad. Ni tampoco la moralidad y deberes meramente morales
es santidad.
Así que
aprendemos que este principio o hábito de santidad es lo bastante distinto de todos
los otros hábitos de la mente cualquiera que sean, ya sea intelectual o moral, congénito
o adquirido. Es también diferente de la gracia común y sus efectos, de la cual los
no regenerados también pueden ser participantes.
El principio de
santidad es motivado por un deseo para la gloria de Dios en Cristo Jesús. Ningún
hombre puede tener tal deseo al menos que sea regenerado. Aquí hay un ejemplo.
Un hombre dando dinero a los pobres es primero motivado por un deseo de ayudar
al pobre; pero en el fondo su motivo si él no es regenerado es si mismo, un
deseo de ganar merito, un deseo de ganar un buen nombre para si mismo, un deseo
por la alabanza del hombre, o un deseo de una expiación por sus pecados. Pero
nunca es movido por el deseo de glorificar a Dios en Cristo Jesús.
La santidad sale
del propósito de Dios en la elección (Ef. 1:4); tiene una naturaleza especial
dada sólo a los escogidos de Dios (2Ts. 2:13; Ro. 8:29, 30; 2P. 1:5-7, 10; Ro. 9:11;
11:5, 7). Si nuestra fe fracasa en producir santidad no es la fe de los
escogidos de Dios (Tito 1:1).
Aquí hay tres
maneras por las cuales podemos saber si nuestras gracias o deberes son verdaderamente
los frutos y evidencias de la elección:
(I) ¿Están estas gracias creciendo en nosotros (Juan
4:14)?
(II) ¿Nos estimula el sentir del elegido amor de Dios
para un uso diligente de estas gracias (Ro. 5:2-5; Jer. 3:13)? Un sentido del
amor eterno de Dios nos acerca a Dios en fe y obediencia. Los deberes activados
meramente por miedo, asombro, esperanza y una conciencia despertada no son del
amor escogido.
(II) ¿Están esas gracias de santidad haciéndonos mas como
Cristo?
Si somos escogidos
en Cristo y predestinados para ser come él, las verdaderas gracias santas
obraran en nosotros la imagen de Cristo. Tales gracias son la humildad, mansedumbre,
negación propia, menosprecio al mundo, una disposición para pasar los males
hechos a uno mismo, de perdonar a nuestros enemigos y amar y hacer bien a
todos.
H. CRISTO NUESTRA
SANTIFICACIÓN
La santidad fue
comprada para nosotros por Cristo Jesús. Es él quien .nos ha sido hecho por
Dios santificación. (1ª Co. 1:30).
Cristo nos ha
sido hecho por Dios santificación por medio de su oficio sacerdotal. Somos
limpios de nuestros pecados por la sangre de Cristo en ambos su ofrecimiento y
su aplicación a nuestras almas (Ef. 5:25-27; Tito 2:14; 1ª Juan 1:7; He. 9:14).
Cristo en
realidad santifica nuestras almas al impartirnos santidad. Esta impartición de santidad
a nosotros es el resultado de su intercesión sacerdotal. La oración de Cristo
es la bendita raíz de nuestra santidad (Juan 17:17).
Todas las gracias
santas en nosotros son por esa oración. Si en verdad tenemos intenciones de ser
santos, es nuestro deber constante de resonar la oración de Cristo para el
incremento de santidad. Esto es por lo que los apóstoles oraron y así también
debemos nosotros (Lc. 17:5).
Cristo, por su
Palabra y doctrina por medio de su oficio profético, nos enseña santidad y la
obra en nosotros por su verdad. La doctrina del evangelio es el único estándar adecuado
de santidad y el único medio por el cual podemos ser santos. El evangelio requiere
la muerte al pecado, dolor piadoso y el lavamiento diario de nuestros corazones
y mentes. El evangelio también requiere los actos más espirituales de comunión
con Dios por Cristo, juntamente con toda esa fe y amor la cual se nos requiere
dar a Cristo.
Solo el evangelio
engendra fe en nosotros (Ro. 1:16; Hch. 20:32; Ro. 10:17; Ga. 3:2).
Es por la Palabra
que somos engendrados en Cristo Jesús (1Co. 4:15; Stg. 1:18; 1P. 1:23- 25).
Ahora aquí hay
dos maneras por las cuales podemos saber si nuestra santidad es o no es
santidad evangélica.
(1) ¿Nos es difícil obedecer los mandamientos del
evangelio o son fáciles y placenteros?
(2) ¿Son las verdades del evangelio ajenas a nosotros?
Si son entonces no tenemos verdadera santidad evangélica.
Cristo es hecho
para nosotros santificación como el ejemplo perfecto de santidad (Ro. 8:29; 1P.
2:9). En la pureza de sus dos naturalezas, la santidad de su Persona, la gloria
de sus gracias la inocencia y utilidad de su vida en el mundo, él es nuestro
gran ejemplo. Él solo es el patrón perfecto, absoluto y glorioso o el cianotipo
de toda gracia, santidad, virtud y obediencia. Este patrón debe ser preferido
por encima de todos los otros. En él esta la luz y en él no hay nada de
tinieblas. Él no hizo pecado, ni engaño fue encontrado en su boca. Es nombrado
por Dios para este mismo propósito, para ser un patrón de santidad para
nosotros. Debemos de contemplar a Cristo (Is. 45:22; Zac. 12:10; 2ª Co. 3:18;
4:6).
Debemos ser conmovidos
por el ejemplo de Cristo para ser como él. Ya que todo lo que hizo fue hecho
por amor a nosotros (1Juan 3:3; Fil. 3:21; He. 2:14, 15: Fil. 2:5-8; Juan
17:19; Ga. 2:20). Todo lo que hizo fue por nuestro bien; imitarlo será la mejor
cosa que podamos hacer para nuestro bien (Ro. 5:19).
Debemos de imitar
la mansedumbre de Cristo su paciencia, negación propia, el silencio a soportar
reproches, desprecio para el mundo, celo por la gloria de Dios, compasión por las
almas de los hombres y el soportar las debilidades de todos.
No solo debemos
de creer en Cristo para justificación, también debemos creer en él como nuestro
ejemplo para santificación. Si camináramos como Cristo caminó, entonces debemos
pensar mucho de Cristo, lo que él era, lo que él hizo, y como en ambos deberes y
en pruebas se comportó con los de alrededor de él. Esto debemos de hacer hasta
que hayamos implantado en nuestras mentes la imagen de su santidad perfecta.
Lo que mayormente
distingue la santidad evangélica con respecto a Cristo como nuestra
santificación es que de él como nuestra cabeza se deriva la vida espiritual de santidad.
También en virtud de nuestra unión con él, verdaderas provisiones de fuerza y gracia
espiritual (por la cual la santidad es preservada, mantenida e incrementada)
están constantemente fluyendo de él a nosotros. Cualquier gracia que Dios
promete a cualquiera, cualquier gracia que Dios otorga a cualquiera, cualquier
gracia que Dios obra en cualquiera, todo es hecho por y por medio de Cristo
Jesús como el mediador. Dios es la absoluta fuente infinita, la causa suprema
de toda gracia y santidad. Solo él es ambos, originalmente y esencialmente
santo.
Solo él es bueno
y así la primera causa de toda santidad y bondad para otros. Él es el Dios de
toda gracia (1ª P. 5:10).
Él tiene vida en
si mismo (Juan 5:26). En él esta la fuente de vida (Sal. 36:9).
Él es el Padre de
las luces (Stg. 1:17).
Dios, de su
llenura, derrama su gracia a sus criaturas, ya sea naturalmente o por gracia.
Por naturaleza él
implantó su imagen en nosotros en perfecta justicia y santidad. Si el pecado no
hubiera entrado, la misma imagen de Dios hubiera pasado por propagación natural.
Pero desde la caída, Dios ya no implanta la santidad en nadie por medio de
propagación natural de otro modo no habría necesidad de nacer de nuevo. Ahora
ya no tenemos en nosotros nada de la imagen de Dios por naturaleza.
Dios no imparte
nada por el camino de la gracia a nadie sino por Cristo como mediador y cabeza
de la iglesia (Juan 1:18).
En la vieja
creación, todas las cosas fueron hechas por la palabra eterna, la Persona del
Hijo como la sabiduría de Dios (Juan 1:3; Col. 1:16).
Cristo también
.sostiene todas las cosas por la palabra de su poder. (He. 1:3).
Así también en la
nueva creación Dios no hace nada ni otorga nada excepto por y por medio de su
Hijo Cristo Jesús como mediador (Col. 1:15, 17, 18).
Es por Cristo que
la nueva vida y santidad son dadas en la nueva creación (Ef. 2:10: 1Co. 11:3).
Dios obra en los
creyentes una verdadera, efectiva y santificadora gracia, fuerza espiritual y
santidad. Por medio de esta obra de gracia Dios los capacita para creer, para ser
santos y para perseverar hasta el fin. Por esta obra también los mantiene .sin
mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. Lo que sea forjado en los
creyentes por el
Espíritu de
Cristo, es por medio de su unión a la Persona de Cristo (Juan 16:13-15) al cual
somos unidos por el Espíritu.
PREGUNTA: ¿Recibimos entonces el Espíritu del evangelio de la Persona de Cristo
o no?
RESPUESTA: Recibimos el Espíritu por la predicación del
evangelio (Hch. 2:33).
OBJECIÓN: Si es por el Espíritu Santo que estamos unidos a
Cristo, entonces debemos ser santos y obedientes antes de que le recibamos a él
por el cual somos unidos a Cristo.
Cristo no une a
pecadores impíos e impuros a si mismo. Eso seria para él la más grande deshonra
imaginable. Debemos por eso entonces ser santos, obedientes y semejantes a Cristo
antes que podamos ser unidos a él por su Espíritu.
RESPUESTA:
PRIMERO, si esto es cierto, entonces no es por la obra del
Espíritu Santo que somos santos, obedientes y semejantes a Cristo. Debemos
entonces purificarnos sin la sangre de Cristo y santificarnos nosotros mismos
sin el Espíritu Santo.
SEGUNDO, Cristo el Señor por su Palabra verdaderamente
prepara las almas hasta cierto punto para que el Espíritu Santo more.
TERCERO, Cristo no une a pecadores impuros e impíos a si
mismo para que puedan continuar siendo impuros e impíos. Si no en el mismo
momento y por el mismo acto en el cual son unidos a Cristo, es verdaderamente y
permanentemente purificados y santificados. Donde esta el Espíritu de Dios, hay
libertad pureza y santidad.
La obra adicional
del Espíritu Santo es de impartirnos todas las gracias de Cristo por virtud de
esa unión que tenemos con Cristo. Hay un cuerpo espiritual y místico del cual Cristo
es la cabeza y la iglesia sus miembros (Ef. 1:22, 23: 1Co. 12:12).
Esta unidad esta ilustrada
en muchos lugares de la Escritura: Cristo es la vid y nosotros sus pámpanos (Juan
15:1, 4, 5: Ro. 11:16-24).
Nosotros somos
piedras vivas edificados en una casa espiritual (1P. 2:4, 5).
Cristo vive en
nosotros (Ga. 2:20).
CONCLUSIÓN. Toda gracia y santidad viene de Cristo, nada de
nosotros. La causa directa de toda la santidad evangélica es el Espíritu Santo.
La santidad evangélica es un fruto y un efecto del pacto de gracia y su
propósito es de renovar en nosotros la imagen de Dios.