A. COMO UNO DE NOSOTROS
"Mas me preparaste cuerpo."
Heb. 10. 5.
La finalización del Antiguo Testamento
no dio término a la obra que el Espíritu Santo había emprendido para toda la
Iglesia. Las Escrituras pueden ser el instrumento a través del cual se puede
actuar sobre la conciencia del pecador, y abrir sus ojos a la belleza de la
vida divina; pero no pueden transmitir esa vida a la Iglesia. De ahí, que esa
primera obra del Espíritu Santo sea seguida por otra que proviene de Él mismo,
la cual es la preparación del cuerpo de Cristo.
Las conocidas palabras de Salmos 40.
6-7: “Sacrificio y ofrenda no te agrada; Has abierto
mis oídos; Holocausto y expiación no has
demandado. Entonces dije: He aquí, vengo; En el rollo del libro está escrito de mí,” son
traducidas por San Pablo: “Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste;
Mas me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces
dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, Como en el rollo del libro
está escrito de mí” (Hebreos 10. 5-7).
No discutiremos de qué manera las palabras “Has abierto mis
oídos,” pueden, así mismo, significar “Más me preparaste cuerpo.” Para el propósito que nos
concierne, es irrelevante si se dice como Junius: “El oído es un miembro del cuerpo; la audición se
vuelve posible mediante la perforación del oído; y el cuerpo se vuelve un instrumento de
obediencia sólo mediante la audición,” o como algún otro diría: “Tal como el cuerpo del esclavo
se convirtió en un instrumento de obediencia mediante la perforación de su oído, así mismo el
cuerpo de Cristo se convirtió en un instrumento de obediencia mediante la concepción del
Espíritu Santo,” o, finalmente: “Tal como el israelita se convirtió en un servidor por haber
traspasado su oído, así también el Hijo Eterno ha adoptado la forma de siervo, mediante el llegar a
hacerse partícipe de nuestra carne y nuestra sangre.”
La perfecta exposición de Salmos 40. 7
realizada por San Pablo, no plantea objeción grave alguna a ninguna de estas
interpretaciones. Para el propósito que nos concierne, sería suficiente si sólo
se reconociera que, de acuerdo con Heb. x. 5, la Iglesia debe confesar que hubo una
preparación del cuerpo de Cristo.
Habiendo aceptado esto, y considerándolo
en conexión con lo que el Evangelio relata acerca de la concepción, no se puede
negar que en la preparación del cuerpo del Señor, se produce una obra singular
del Espíritu Santo. Pues el ángel dijo a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre
ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el
Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lc. 1. 35). Y nuevamente:
“José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella
es engendrado, del Espíritu Santo es” (Mt. i. 20). Es evidente que ambos
pasajes, adicionalmente a sus respectivos significados, buscan producir la impresión
de que tanto la concepción como el nacimiento de Jesús, son extraordinarios;
que ellos no ocurrieron por causa de la voluntad del hombre, sino como
resultado de una acción del Espíritu Santo.
Como todas las otras obras que provienen
de Dios, la preparación del cuerpo de Cristo es una obra divina que es común a
las tres Personas.
Es incorrecto decir que el Espíritu
Santo es el Creador del cuerpo de Jesús, o, como algunos lo han expresado, “Que
el Espíritu Santo fue el Padre de Cristo, conforme a Su naturaleza humana.”
Tales descripciones deben ser rechazadas, dado que destruyen la confesión de la
Santísima Trinidad. Cuando alguna de las obras que proviene de Dios se describe
como si no fuera común a las tres Personas, esta confesión no puede mantenerse.
Por lo tanto, queremos destacar que fue
el Dios Trino, y no sólo el Espíritu Santo, quien preparó el cuerpo del
Mediador. En este acto divino, no sólo colaboró el Padre, sino también el Hijo.
Sin embargo, en esta cooperación, el
trabajo de cada Persona lleva su propia marca distintiva; tal como lo hemos
visto en la Creación y en la Providencia. Del Padre, de quien provienen todas
las cosas, es de quien provino la materia del cuerpo de Cristo, la creación del
alma humana y de todos Sus dones y poderes, junto al plan completo de la
Encarnación. Del Hijo, quien es la sabiduría del Padre, disponiendo y ordenando
todas las cosas en la Creación, provino la santa disposición y el ordenamiento
en relación a la Encarnación. Y tal como en la Creación y la Providencia, los
actos interrelacionados del Padre y del Hijo reciben vida y perfección a través
del Espíritu Santo; así mismo, existe un singular acto del Espíritu Santo en la
Encarnación, a través del cual, los actos del Padre y del Hijo en este
misterio, reciben consumación y manifestación. Por tanto, en Heb. x. 5 se dice
respecto del Dios Trino: “Más me preparaste cuerpo,” mientras que también se
declara que lo que es concebido en María, es del Espíritu Santo.
Sin embargo, esto no puede ser explicado
en el sentido usual. Podría decirse que no hay nada asombroso en ello, pues Job
declara (capítulo 33. 4) “el soplo del Omnipotente me dio vida,” y de Cristo
leemos que nació de María, habiendo sido concebido por el Espíritu Santo.
Ambos ejemplos cubren el mismo terreno.
Ambos conectan el nacimiento de un niño,
con un acto del Espíritu Santo. Si bien, en lo que respecta al nacimiento de
Cristo, no negamos este acto común del Espíritu Santo, el cual es esencial para
la activación de todas las formas de vida y en especial la de un ser humano;
aun así, negamos que la concepción mediante el Espíritu Santo fuera el acto
normal. La antigua confesión, “Creo en Jesucristo, Su Unigénito Hijo nuestro
Señor, quien fue concebido por el Espíritu Santo,” se refiere a un milagro
divino y a un profundo misterio, en el cual la obra del Espíritu Santo debe ser
glorificada.
En consecuencia, es imposible realizar
un análisis completo de esta obra. De lo contrario, dejaría de ser un milagro.
Por esta razón, sólo vamos a analizar este asunto con la más profunda
reverencia, y no sugeriremos teorías contrarias a la Palabra de Dios. Lo que conocemos,
es lo que a Dios le ha complacido revelar; lo que Su Palabra sólo insinúa, podemos
conocerlo sólo como débiles esbozos; y lo que se insinúa fuera de la Palabra,
no es más que el esfuerzo de un espíritu entrometido o de una curiosidad no
consagrada.
En esta obra del Espíritu Santo, se debe
distinguir dos cosas:
EN PRIMER LUGAR, la
creación de la naturaleza humana de Jesús.
EN SEGUNDO LUGAR, su separación de los pecadores.
Sobre el primer punto, las Escrituras nos
enseñan que ningún hombre podría jamás reclamar un vínculo paternal con Jesús.
José aparece y actúa como el padrastro de Cristo; pero las Escrituras nunca
hablan de un compañerismo de vida y origen entre él y Jesús. De hecho, los vecinos
de José suponían que Jesús era el Hijo del carpintero, pero las Escrituras
siempre tratan esta suposición como algo incorrecto. Sin lugar a dudas que
cuando San Juan declaró que los hijos de Dios no nacen de la voluntad del
hombre ni de la voluntad de la carne, sino de Dios, tomó esta gloriosa
descripción sobre nuestro nacimiento superior, de la extraordinaria obra de
Dios que destella en la concepción y el nacimiento de Cristo.
El hecho de que María fuera llamada una
virgen; que José estuviera preocupado por el descubrimiento de la condición de
su novia; que él se hubiera propuesto abandonarla en secreto, y que un ángel se
le apareciera a él en un sueño en una palabra, todo el relato del Evangelio,
así como la ininterrumpida tradición de la Iglesia, no permite ninguna otra
confesión, más que decir que la concepción y el nacimiento de Cristo fueron de
la virgen María, pero no de su prometido esposo José.
Las Escrituras, excluyendo entonces al
hombre, ponen tres veces al Espíritu Santo en primer plano como el Autor de la
concepción. San Mateo dice (capítulo 1. 18): “Estando desposada María su madre
con José, antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo.”
Y una vez más, en el versículo 20: “porque lo que en ella es engendrado, del
Espíritu Santo es.” Por último, Lucas dice (capítulo 1. 35): “…El Espíritu
Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo
cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios.” Estas obvias
declaraciones, no reciben un reconocimiento pleno a menos que se confiese
claramente que el acto de la concepción de un embrión de naturaleza humana, en
el vientre de la virgen, fuera un acto del Espíritu Santo.
No es conveniente ni legítimo
profundizar en este asunto. Cómo se origina la vida humana luego de la
concepción, si acaso el embrión instantáneamente contiene una persona humana, o
si ella es creada luego dentro de él, y otras preguntas similares, deberán tal
vez permanecer para siempre sin respuesta. Podemos sugerir teorías, pero el
Omnipotente Dios no permite que ningún hombre descubra Sus funcionamientos
dentro de los laboratorios ocultos de Su poder creativo.
Por tanto, todo lo que puede decirse de
acuerdo a las Escrituras, está contenido en los cuatro puntos siguientes:
EN PRIMER LUGAR, en la concepción de Cristo, no se llamó
a la vida a un nuevo ser, como en todos los otros casos; sino a Uno que había
existido desde la eternidad, y que entró entonces en una relación vital con la
naturaleza humana. Las Escrituras lo revelan claramente. Cristo existió desde
antes de la fundación del mundo. Su existencia es antigua, desde los días de la
eternidad. Él tomó sobre Sí mismo la forma de un siervo. Incluso si el biólogo
descubriera el misterio del nacimiento humano, este no podría dar a conocer
nada acerca de la concepción del Mediador.
EN SEGUNDO LUGAR, no se trata de la concepción de una persona humana, sino de una naturaleza humana.
Cuando un nuevo ser es concebido, viene a existencia un ser humano.
Pero cuando la Persona del Hijo, quien
estuvo con el Padre desde la eternidad, participa de nuestra carne y huesos, Él
adopta nuestra naturaleza humana en la unidad de Su Persona, convirtiéndose así
en un verdadero hombre; pero no se trata de la creación de una nueva persona. Las Escrituras lo demuestran
claramente. En Cristo no aparece más que un único ego, existiendo el Hijo de Dios y el Hijo
del hombre, simultáneamente en la misma Persona.
EN TERCER LUGAR, de esto no se desprende que se creara en
María una nueva
carne, tal como los menonitas
enseñaban; sino que el fruto dentro del vientre de María, del cual Jesús nació,
fue tomado de su propia sangre y alimentado con ella la misma sangre que ella
había recibido del Adán caído, a través de sus padres.
CUARTO LUGAR, Por último, el Mediador nacido de María,
no sólo participó de nuestra carne y huesos, tal como los que existían en Adán
y los cuales nosotros hemos heredado de él; sino que nació como un verdadero
hombre: pensando, deseando y sintiendo al igual que otros hombres; vulnerable a
todas las sensaciones y sentimientos humanos que causan las innumerables
emociones y palpitaciones de la vida humana.
Y, sin embargo, Él fue apartado de los
pecadores. De esto hablamos en el siguiente artículo. Que esto sea suficiente
para el hecho de la concepción, a partir del cual obtenemos el precioso consuelo:
“Que
a los ojos de Dios, Él cubre el pecado y la culpa en los que fui concebido y dado a luz” (Catecismo de Heidelberg, pregunta
36).
B. INOCENTE Y SIN PECADO
“Porque tal sumo sacerdote nos convenía:
santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que
los cielos.” Heb. 7. 26.
A lo largo de los siglos, la Iglesia ha
confesado que Cristo tomó sobre Sí mismo la verdadera naturaleza humana, a
partir de la virgen María; no como era antes de la caída, sino tal como aquello
en lo que se había convertido, después de la caída, y debido a ella.
Esto se establece claramente en Heb. 2.
14-17: “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él
también participó de lo mismo…Por lo cual debía ser en todo semejante a sus
hermanos para expiar los pecados del pueblo.” Su participación de nuestra
naturaleza fue tal, que incluso Le hizo sentir el aguijón de Satanás, pues
luego sigue: “Pues en cuanto Él mismo padeció siendo
tentado, es poderoso para socorrer a
los que son tentados.” Entonces, basándose en la autoridad de la Palabra
divina, no se puede dudar que el Hijo de Dios se hizo hombre en nuestra
naturaleza caída.
En virtud de la culpa heredada de Adán,
nuestro sufrimiento consiste en que no podemos vivir ni actuar sino como
partícipes de carne y sangre que fueron corrompidas por la caída. Y dado que
como hijos somos participantes de carne y sangre, así mismo es que Él también
ha llegado a ser partícipe de lo mismo. De ahí que no se pueda hacer suficiente
hincapié en que, caminando entre los hombres, el Hijo de Dios llevó la misma
naturaleza en la que nosotros vivimos nuestras vidas; que Su carne tenía el
mismo origen que nuestra carne; que la sangre que corrió por Sus venas fue la
misma que la nuestra, y que llegó a Él del mismo modo que llegó a nosotros,
desde la misma fuente en Adán.
Nosotros debemos sentir, y atrevernos a
confesar, que nuestro Salvador agonizó en Getsemaní en nuestra propia carne y
sangre; que fue nuestra carne y sangre lo que fue clavado en la cruz.
La “sangre de la reconciliación” es
tomada de la propia sangre que está sedienta por reconciliación.
Sin embargo, doblegándonos ante la
autoridad de las Escrituras, confesamos con la misma seguridad que esta unión
íntima del Hijo de Dios con la naturaleza humana caída, no implica Su más
mínima participación en nuestro pecado y nuestra culpa. En la misma epístola en
la cual el apóstol establece claramente la comunión de Jesús con la carne y sangre
humanas, alberga testimonio igualmente claro de Su condición sin mancha, de
modo que todo malentendido pueda ser obviado. Como por causa de nuestra
concepción y nacimiento somos impíos, culpables y corruptos, uno con los
pecadores, y por lo tanto, agobiados con la
condenación
del infierno, es por ello que el Mediador
fue concebido y nacido santo, inofensivo, puro,
apartado de los pecadores, hecho más alto que los cielos. Y el apóstol declara con igual prominencia
que el pecado no entró a Sus tentaciones, pues, a pesar de que fue tentado en todas
las cosas al igual que nosotros, aun así, Él se mantuvo siempre sin pecado.
Por lo tanto, el misterio de la
Encarnación yace en la aparente contradicción de la unión de Cristo con nuestra
naturaleza caída, la cual por un lado es tan íntima, como para que Él se haga
vulnerable a sus tentaciones, mientras que por otro lado, Él resulta
completamente aislado de toda comunión con su pecado. Cuando se desarrolla
lógicamente la confesión que debilita o elimina cualquiera de estos factores,
esto se degenera en grave herejía. Al decir, “El Mediador es concebido y nacido
en nuestra naturaleza, tal como era antes de la caída,” cortamos la comunión
entre Él y nosotros; y al aceptar que Él tuvo la porción menos personal de nuestra
culpa y pecado, cortamos Su comunión con la naturaleza
divina.
Pero, ¿acaso las Escrituras no enseñan
que el Mediador fue hecho pecado y llevó la maldición por nosotros, y que
sufrió la agonía más profunda “como un gusano y no como hombre”?
Respondemos: Así es, si no hubiera sido
por esto, ciertamente no podríamos tener redención.
Pero en todo esto Él actuó como nuestro
Sustituto. Su propia personalidad no fue afectada en lo más mínimo por ello. El
que Él pusiera nuestros pecados sobre Sí mismo, fue un acto Sumo Sacerdotal,
llevado a cabo en nuestro lugar. Él fue hecho pecado, pero nunca pecador. Un pecador es aquel que es personalmente
afectado por el pecado; la
persona de Cristo nunca lo fue. Él jamás tuvo comunión alguna con el pecado,
mas que aquella de amor y compasión, para cargar con él como nuestro Sumo
Sacerdote y Sustituto. Sin embargo, aun cuando Él fue extraordinariamente
afligido, incluso hasta la muerte; aun cuando fue severamente tentado, al punto
que gritó “Que pase de Mí esta copa,” en el centro de Su ser, permaneció
absolutamente libre del más mínimo contacto con el pecado.
Un análisis detallado de la forma por la
cual llegamos a ser partícipes del pecado arrojará nueva luz sobre este tema.
Los pecados individuales no son sólo
producto de nuestra propia creación, sino que también forman parte del único y
poderoso pecado de toda la especie, el pecado común, en contra del cual se
encendió la ira de Dios. No sólo participamos de este pecado a medida que
crecemos, por un acto de la voluntad; ya era nuestro en la cuna, en el vientre
de nuestra madre así es, incluso en nuestra concepción. La Iglesia de los
redimidos de Dios nunca podrá negar esta terrible confesión, “Concebido y
nacido en pecado.”
Es por esta razón que la Iglesia siempre
ha establecido este nivel de presión sobre la doctrina de la culpa heredada,
tal como lo declarado por San Pablo en Rom. 5. Nuestra culpa heredada no surge
a partir del pecado heredado; por el contrario, somos concebidos y
nacemos en pecado, debido a que somos parte de la culpa
heredada. La culpa de Adán se imputa a
todos los que estaban en sus entrañas. Adán vivió y cayó como nuestro
representante natural.
Nuestra vida moral tiene una relación
directa con su vida moral. Estuvimos en él. Él nos transportó dentro de sí
mismo. Su estado determinó nuestro estado. De ahí que por el juicio justo de
Dios, su culpa fuera imputada a toda su posteridad; por tanto, por la voluntad
del hombre, ella debería nacer sucesivamente de sus entrañas. Es en virtud de
esta culpa heredada que somos concebidos en pecado y nacemos dentro de la
participación de pecado.
Dios es nuestro Creador, y de Sus manos
nosotros emergimos puros y sin mancha. Enseñar lo contrario, es hacerlo a Él el
autor del pecado individual y destruir el sentido de culpa que alberga nuestra
alma. De ahí que el pecado, particularmente el pecado original, no se origina como
obra de Dios en nuestra creación, sino por nuestra relación
vital con la especie pecaminosa.
Nuestra persona no procede de nuestros padres. Esto se encuentra en conflicto directo
con la indivisibilidad de espíritu, con la Palabra de Dios, y su confesión de
que Dios es nuestro
Creador, “quien también me ha hecho.”
Sin embargo, toda creación no es una
misma cosa. Existe creación indirecta y creación inmediata. Dios creó la luz
por creación inmediata, más el césped y las hierbas, indirectamente, pues estas
brotan de la tierra. La misma diferencia existe entre la creación de Adán y la
de su posteridad. La creación de Adán fue inmediata: no la de su cuerpo, que
fue tomado del polvo; sino la de su persona, el ser humano llamado Adán. Su
posteridad, sin embargo, es una creación indirecta, pues cada concepción queda
sujeta a la voluntad del hombre.
Por esta razón es que, aun cuando
emergemos de la mano de Dios puros y sin mancha, al mismo tiempo nos
convertimos en partícipes de la culpa de Adán que nos ha sido heredada e imputada;
y en virtud de esta culpa heredada, Dios nos lleva a la comunión con el pecado
de la especie a través de nuestra concepción y nacimiento. Cómo se da lugar a
esto, constituye un misterio insondable; pero es un hecho, que mediante nuestra
creación, la cual comienza con la concepción y termina con el nacimiento, nos
convertimos en partícipes del pecado de toda la especie.
Y ahora, con referencia a la Persona de
Cristo, todo depende de la pregunta sobre si la culpa de Adán fue también
imputada a Jesucristo el hombre.
Si es así, entonces en virtud de
esta culpa original, Cristo
fue concebido y nació en pecado, como todos los demás hombres. Y donde se
encuentre culpa original imputada, debe existir corrupción pecaminosa. Pero por
otra parte, donde no se encuentra, la corrupción pecaminosa no puede existir;
por esta razón, es que Aquel que es llamado santo e inofensivo debe ser sin mancha.
La culpa de Adán no fue imputada a
Jesucristo el hombre. De haberlo sido, entonces Él también habría sido
concebido y nacido en pecado; de ese modo, Él no sufrió por nosotros, sino por
Sí mismo; entonces, no puede haber sangre de reconciliación. Si la culpa original
de Adán fue imputada a Jesucristo hombre, entonces, en virtud de Su concepción
y nacimiento pecaminosos, Él también estuvo sujeto a la muerte y la
condenación; y sólo pudo haber recibido vida a través de la regeneración. Por
lo tanto, se desprende también que, o bien este Hombre se encuentra en Sí mismo
necesitado de un Mediador, o que nosotros mismos así como Él, podemos entrar a
la vida sin un Intermediario.
Sin embargo, toda esta representación no
tiene fundamento y debe ser rechazada sin reservas.
Toda la Escritura se opone a ella. La
culpa de Adán es imputada a su posteridad. Pero Cristo no es un descendiente de
Adán. Él existió antes de Adán. Él no nació pasivamente como nosotros, sino que
Él mismo tomó la carne humana sobre Sí. Él no se encuentra bajo Adán, ni lo
tiene como Su cabeza, sino que Él mismo es una nueva Cabeza que tiene otras
bajo Él, y de quienes dijo: “He aquí, yo y los hijos que Dios me dio” (Heb.
2.13). Es cierto que Lucas 3. 23 contiene la genealogía de José, la que culmina
con las palabras, “El hijo de Adán, el hijo de Dios,” pero el evangelista añade
enfáticamente “según se creía,” por lo tanto, Jesús no era el hijo de José. Y
en Mateo, Su genealogía se detiene en Abraham. Aunque San Pedro dice en Pentecostés,
que David conocía que Dios levantaría a Cristo de su descendencia, a pesar de eso
él agrega esta limitante, “en cuanto a la carne.”
Más aun, dando cuenta de que el Hijo no
asumió una persona humana, sino la naturaleza humana, de modo que Su Ego es el
de la Persona del Hijo de Dios, se deduce necesariamente que Jesús no puede ser
descendiente de Adán; por lo tanto, el imputar a Cristo de la culpa de Adán
destruiría la Persona divina. Tal imputación se encuentra absolutamente fuera
de cuestión. A Él nada se Le ha imputado. Los pecados que cargó, Él mismo los
tomó voluntariamente sobre Sí, por nosotros, en su rol de Sumo Sacerdote y
Mediador.
C. EL ESPÍRITU SANTO EN EL MISTERIO DE LA
ENCARNACIÓN
“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó
entre nosotros, y vimos su gloria.” Juan 1. 14.
Existe una pregunta adicional a tratar
en este tema: ¿Cuál fue la acción extraordinaria del Espíritu Santo, que
permitió que el Hijo de Dios adoptara nuestra naturaleza caída sin que fuera
contaminado por el pecado?
A pesar de que aceptamos que es ilegítimo
entrometerse en lo que se encuentra tras el velo y que Dios no nos abre
libremente, aun así podemos buscar el significado de las palabras que contienen
el misterio; y esto es lo que intentaremos hacer en el debate de esta pregunta.
En relación a Su pureza, la encarnación
de Cristo está conectada con el ser del pecado, el carácter del pecado
original, la relación entre el cuerpo y el alma, la regeneración, y el obrar
del Espíritu Santo en los creyentes. Por lo tanto, para lograr una clara
comprensión, es necesario tener una correcta perspectiva de la relación de la
naturaleza humana de Cristo con estos importantes asuntos.
El pecado no es una bacteria espiritual,
escondida en la sangre de la madre y recibida en las venas del niño. El pecado
no es material ni tangible; su naturaleza es moral y espiritual, y pertenece a
las cosas invisibles, cuyos resultados podemos percibir, pero cuyo verdadero
ser escapa a la detección. Por tanto, en oposición al maniqueísmo y herejías
semejantes, la Iglesia siempre ha confesado que el pecado no es una sustancia
material en nuestra carne y sangre, sino que consiste en la pérdida de la
justicia original en la que Adán y Eva florecieron y prosperaron en el Paraíso.
Los creyentes tampoco difieren en este punto, pues todos reconocen que el
pecado es la pérdida de la justicia original.
Sin embargo, rastreando el siguiente
paso en el curso del pecado, nos encontramos con una grave diferencia entre la
Iglesia de Roma y la nuestra.
La primera, enseña que Adán emergió perfecto
de la mano de su Creador, aun antes de que fuera dotado de la justicia
original. Esto implica que la naturaleza humana está completa sin la justicia
original, la que se pone sobre él como una túnica o adorno. Tal como nuestra
naturaleza presente está completa sin vestimenta ni adornos, los cuales son
sólo necesarios para parecer respetables frente al mundo, así era la naturaleza
humana según Roma, completa y perfecta en sí misma sin la justicia, que sólo
sirve como vestido y joya. Sin embargo, las iglesias Reformadas siempre se han
opuesto a este punto de vista, manteniendo que la justicia original es una
parte esencial de la naturaleza humana; es por ello que la naturaleza humana en
Adán no estaba completa sin ella; que no fue simplemente añadida a la naturaleza
de Adán, sino que él fue creado en posesión de la misma, como la manifestación
directa de su vida.
Si la naturaleza de Adán era perfecta
antes de que él poseyera la justicia original, se deduce que sigue siendo
perfecta después de la pérdida de la misma, en cuyo caso el pecado se describe
simplemente como “carentia justitix origirialis”; es decir, la falta de
justicia original.
Esto solía ser expresado así: ¿Es la
justicia original un bien natural o sobrenatural? Si fuera natural, entonces su
pérdida causaría que la naturaleza humana fuera totalmente corrupta; si fuera
sobrenatural, entonces su pérdida podría llevarse la gloria y el honor de esa
naturaleza, pero como naturaleza humana retendría casi todo su poder original.
Belarmino dijo que el deseo, las
enfermedades, los conflictos, etc., pertenecen ciertamente a la naturaleza
humana; y que la justicia original era una brida de oro situada sobre esta
naturaleza, para contener y controlar este deseo, enfermedad, conflictos, etc.
De ahí que, cuando la brida de oro se perdió, la enfermedad, el deseo, los
conflictos y la muerte, se soltaron de su freno (tomo IV, capítulo 5, col. 15,
17, 18).
Tomás de Aquino, con quien Calvino
estaba profundamente en deuda, y a quien el Papa presente elogió fervientemente
frente a sus sacerdotes, tenía una postura más acertada. Esto es evidente en su
definición de pecado. Si la enfermedad, el deseo, etc., ya existían en el
hombre cuando este emergió de la mano de Dios, y sólo la gracia sobrenatural
puede refrenarlos, entonces el pecado no es más que la pérdida de la justicia
original, y por lo tanto, es puramente negativo. Pero, si la justicia original pertenece
a la naturaleza humana y no fue simplemente añadida a ella en forma
sobrenatural, entonces el pecado es doble: en primer lugar, constituye la
pérdida de la justicia original; en segundo lugar, constituye la ruina y la
corrupción de la propia naturaleza humana, desorganizándola y desarticulándola.
Tomás de Aquino reconoce este último
aspecto, ya que enseña ("Summa Theologiae", prima secunda, IX, secc.
2, art. 1) que el pecado no es sólo privación y pérdida, sino también un estado de
corrupción en el que debe distinguirse: la falta de lo que debería estar
presente, es decir, la justicia original; y la presencia de lo que debería estar
ausente, es decir, un desarreglo anormal de las partes y facultades del alma.
Nuestros padres sostuvieron casi igual
criterio. Ellos consideraron que el pecado no es material, sino la pérdida de
la justicia original. Sin embargo, como la justicia original pertenece a la
naturaleza humana que se encuentra en buen estado, su pérdida no dejó esa
naturaleza intacta, sino dañada, inconexa, y corrompida.
A modo de ilustración: Un hermoso
geranio que adornaba una ventana, murió por causa de las heladas. Sus hojas y
sus flores se marchitaron, dejando sólo una masa de moho y descomposición.
¿Cuál fue la causa de su muerte? Simplemente, la pérdida de la luz y del calor
del sol. Y eso fue suficiente, pues éstos pertenecen a la naturaleza de la
planta y son esenciales para su vida y belleza. Privados de ellos, no puede
seguir siendo lo que es, sino que su naturaleza pierde su solidez; esto provoca
descomposición, moho y gases tóxicos, los que pronto la destruyen. Lo mismo se
puede decir de la naturaleza humana: en el Paraíso, Adán fue como la plantas en
floración; floreciendo en la calidez y el brillo de la presencia del Señor.
Por causa del pecado, él huyó de esa
presencia. El resultado fue, no sólo la pérdida de luz y calor, sino que como
éstos eran esenciales a su naturaleza, esa naturaleza perdió vitalidad, desfalleció
y se marchitó. El moho de la corrupción se formó sobre él, y el proceso
auténtico de disolución se inició, sólo para finalizar en la muerte eterna.
Incluso ahora, los hechos y la historia
demuestran que el cuerpo humano se ha debilitado desde la época de la Reforma;
que a veces, un cierto tipo de malos hábitos pasa de padres a hijos, aun cuando
la temprana muerte de los primeros impida su propagación a través de la educación
y del ejemplo. De ahí la diferencia entre Adán cuerpo y alma, antes de la
caída, y su descendencia después de la caída; no se trata sólo de la pérdida
del Sol de Justicia, que por naturaleza ya no brilla sobre ellos, sino del daño
que esta pérdida provoca a la naturaleza humana, en el cuerpo y el alma, los
cuales por lo tanto se ven debilitados, enfermos, corrompidos y arrojados fuera
de su equilibrio.
Esta naturaleza corrupta pasa del padre
al hijo, tal como la Confesión de Fe lo expresa en el artículo XV: “Que el
pecado original es una corrupción de toda la naturaleza y una enfermedad hereditaria,
con la que los propios niños son infectados en el vientre de su madre; y que produce
en el hombre todo tipo de pecados, actuando en él como una causa de ellos.”
Sin embargo, es necesario tener en
cuenta la relación entre una persona y su ego. La confusa condición de nuestra
carne y sangre se inclina e incita hacia el pecado; un hecho que, como efecto
de aquello, se ha observado en las víctimas de ciertas horribles enfermedades.
Pero, si no existiera un ego personal que se permitiera auto-estimularse, esto
no podría conducir al pecado.
Una vez más, aunque el desequilibrio de
las facultades del alma que causa el oscurecimiento del entendimiento, el
entumecimiento de las susceptibilidades, y el debilitamiento de la voluntad,
despiertan las pasiones, aun así, si ningún ego personal se viera afectado por
este funcionamiento, ellos no podrían conducir al pecado. Por lo tanto, el
pecado sólo pone su marca propia sobre esta corrupción cuando el ego personal
se aleja de Dios y se mantiene, en esa alma trastornada y ese cuerpo enfermo,
condenado ante Él.
Si de acuerdo con la ley establecida, lo
impuro da lugar a lo impuro, y si Dios ha hecho que nuestro nacimiento dependa
de una creación a través de hombres pecadores, entonces, debe desprenderse que
nacemos, por naturaleza en primer lugar, sin la justicia original; en segundo
lugar, con un cuerpo dañado; en tercer lugar, con un alma que no se encuentra
en armonía con ella misma; y por último, con un ego personal que está alejado
de Dios.
Todo lo cual se aplicaría a la Persona
del Mediador si Él, tal como uno de nosotros, hubiera nacido como persona
humana por la voluntad del hombre y no la de Dios. Sin embargo, dado que Él no
nació como persona humana, sino que tomó nuestra naturaleza humana sobre Sí mismo
y que no fue concebido por la voluntad del hombre, sino por una acción del
Espíritu Santo, no pudo existir en Él un ego que se hubiera apartado de Dios;
así como, ni por un momento, la debilidad de Su naturaleza humana podría haber
sido una debilidad pecaminosa.
O, para llevarlo a lo concreto: Aunque
hubo algo en esa naturaleza caída que lo inducía a desear, aun así, en Él,
aquello nunca llegó a ser deseo. Existe una diferencia entre nuestras tentaciones
y conflictos, y los que Jesús vivió; mientras que nuestro ego y naturaleza
desean, oponiéndose a Dios, Su santo Ego se opuso a la incitación de Su
naturaleza adoptada, y aquél nunca fue superado.
Por consiguiente, la propia obra del
Espíritu Santo consistió en lo siguiente:
EN PRIMER LUGAR, la creación, no de una nueva persona,
sino de una naturaleza humana, la cual fue adoptada por el Hijo en unión con Su
naturaleza divina, en una sola Persona.
EN SEGUNDO LUGAR, que el Ego divino-humano del Mediador,
quien de acuerdo con Su naturaleza humana también poseía vida espiritual, fuera
resguardado de la corrupción interna que por causa de nuestro nacimiento,
afectó nuestro ego y personalidad.
Por lo tanto, en cuanto a Cristo se
refiere, la regeneración que no afecta a nuestra naturaleza sino a nuestra
persona, se encuentra fuera de discusión. Pero Cristo necesitaba de los dones del
Espíritu Santo para permitirle que Su debilitada naturaleza se transformara,
cada vez más y más, en instrumento para el funcionamiento de Su diseño santo; y
por último, para transformar Su naturaleza debilitada en una naturaleza
gloriosa, despojada del último rastro de debilidad y preparada para desplegar
su gloria suprema; y esto no a través de la regeneración, sino de la resurrección.