En el
estudio anterior vimos que la revelación es la fuente de todo conocimiento.
Dios ha dado al hombre dos clases de revelación: general y especial. La
revelación general es la que se encuentra en todas partes del universo creado.
La revelación especial es la Biblia. Estas dos revelaciones son la fuente de
todo conocimiento. Si bien la revelación general es fuente de conocimiento, no
se puede interpretar bien sin la Biblia. Explicamos el hecho de que la Biblia,
por medio de la acción comprensiva del Espíritu Santo, es la voz constante de
Dios y no contiene error. Si alguien quiere poseer conocimiento verdadero, debe
acudir a estas dos revelaciones, y en ellas puede conseguir la certeza que
busca.
Afirmamos,
sin embargo, que no es suficiente que nuestro conocimiento posee una revelación
externa y objetiva donde se encuentra infaliblemente escrita la verdad. Esto
bastó en una época cuando el pecado no había entrado en el mundo, cuando Adán y
Eva todavía eran inocentes. Pero una vez que el pecado hubo entrado en el
mundo, tanto la revelación general como la especial fueron suficientes para
proporcionar el conocimiento verdadero. No es que estas dos revelaciones fueran
insuficientes en sí mismas, ni fueran deficientes. Al contrario. En cuanto a la
revelación general, el mundo creado revelaba claramente las cosas invisibles de
Dios (Rom. 1:20). En cuanto a la revelación especial, el Espíritu Santo nos dio
la Biblia que en las lenguas originales es infalible, tanto en las palabras
mismas como en sus más pequeñas letras, ‘sus jotas y tildes’. Las revelaciones son
perfectas, claras y sencillas. La deficiencia no está en ellas. Son
perfectamente suficientes para darle al hombre conocimiento absoluto.
El problema
está, sin embargo, en el hombre, y en este estudio veremos cómo el disfrute de
la vista, o la iluminación de la mente para que el hombre pueda leer bien la
Biblia, es también acción del Espíritu Santo. En primer lugar, debiéramos caer
en cuenta que el hombre necesita iluminación espiritual. En segundo lugar, debiéramos
advertir que el Espíritu Santo es el único que puede colmara esa necesidad.
A. LA CEGUERA DEL HOMBRE.
El Nuevo
Testamento señala que el hombre natural es ciego, ciego como una piedra, de
forma que no puede ver las verdades más claras ni siquiera si se las presenta
un apóstol. Lucas refiere que Lidia, junto con otras mujeres que se encontraban
a la orilla del río, oyeron predicar a Pablo, y que el Señor abrió el corazón
de ella para que oyera las cosas que Pablo hablaba (Hech. 16: 14). La
conclusión evidente es que, cuando empezó a escuchar, Lidia no entendía nada.
En lo espiritual tenía embotado el corazón. Su comprensión estaba
entenebrecido, para usar la descripción que Pablo hace de los Efesios gentiles
(Ef. 4: 8). Podía entender el griego que se hablaba, pero no el significado
verdadero de las palabras. Pero cuando el Señor abrió su corazón, estuvo en
condiciones de entender lo que se le decía. Sin el Señor no tenía comprensión espiritual.
Estaba ciega.
Pablo describe
la ceguera del alma como un velo que hay en el corazón (2ª Cor. 3: 12-18). Al
hablar de los Judíos inconversos, dice que la mente de ellos estaba ciega.
Cuando se les leían los escritos de Moisés no los entendían. Esta falta de comprensión no era porque los
escritos de Moisés sean difíciles, si no más bien porque no han sido
regenerados; pues dice Pablo, ‘Cuando se conviertan al Señor, el velo se
quitará’ (v.16) y entenderán.
Quizá el
pasaje de la Escritura que muestra en forma más clara la incapacidad del hombre
natural para entender cosas espirituales es 1ª Cor. 1 y 2. Ahí Pablo dice que
los réprobos cuando oyen el evangelio lo consideran sin sentido, ‘porque la palabra
de la cruz es locura a los que se pierden’ (1ª Cor. 1: 18). El hombre natural
no lo puede entender. Si pudiera, entonces habría muchos sabios, muchos nobles
y poderosos que serían cristianos. Pero este es el caso. ´Pues mirad, hermanos,
vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderoso,
ni muchos nobles’ (1ª Cor. 1: 26). La razón de que las mentes brillantes no
acepten el cristianismo es que todas las mentes ciegas, no importa cuál sea su
cociente intelectual, a no ser que hayan sido regenerados. Pablo afirma en
términos inequívocos ‘el hombre natural no percibe las cosas que son del
Espíritu de Dios’ (1ª Cor. 2: 14). No dice el hombre poco inteligente o sin
educación o sin cultura, sino simplemente el hombre natural simplemente’. Las
tiene por ‘locura’. Rechaza el relato de la creación como contrario a hechos científicos
obvios. Toma la historia de Adán y Eva y en la serpiente como fantasía. Que el
Nuevo Testamento diga que Jesús es Dios lo atribuye a autores ingenuos que
vivieron mucho después y que, por tanto, no conocían muy bien los hechos. La
expiación por situación la encuentran ridícula. La predestinación es
evidentemente incompatible con la responsabilidad humana. Que un Dios
omnipotente y al mismo tiempo santo predetermine el pecado lo consideran
absurdo. En consecuencia, considerándose sabio, llega a ser necio (1ª Cor. 2:
14). Pablo vuelve a afirmar en forma enfática esta misma enseñanza cuando dice,
‘no las puede entender’. Le es imposible conocerlas. La razón es, prosigue
Pablo, que las cosas de Dios se juzgan espiritualmente, es decir, sólo una
persona que posee el Espíritu de Dios las puede entender. Y como el hombre
natural no posee al Espíritu Santo, no las puede entender.
Si bien la
Biblia nos dice que el hombre natural está completamente ciego, no se debe
presumir que el regenerado tenga una visión perfecta. El Salmista dice ‘Abre
mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley’ (Sal. 119: 18) en el Antiguo
Testamento hay cosas maravillosas. Son muy claras para cualquiera que pueda
ver. Ahí están ante el Salmista. No pide algo más que la ley. Pero no puede ver
lo que está ante él. Por ello pide que Dios abra sus ojos espirituales a fin de
que pueda ver estas ‘maravillas’. En una palabra, David era parcialmente ciego,
a pesar de estar regenerado.
El Nuevo
Testamento también implica la ceguera parcial del cristiano. Lucas, al relatar
los acontecimiento que precedieron a la ascensión, dice que cuando Jesús
comunicó a sus discípulos profecías del Antiguo Testamento, ‘les abrió el
entendimiento para que comprendiesen las Escrituras’ (Luc. 24: 45). En otras
palabras, antes de que Jesús abriera su mente, no podían entender las
Escrituras, aunque quizá las habían leído un centenar de veces. Tenían la mente
cerrada.
En Efesios
1: 17-18, Pablo pide que le Dios de nuestro Señor Jesucristo ‘os dé Espíritu de
sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él, alumbrando los ojos de
vuestro entendimiento, para que sepáis cual es la esperanza a que él os ha
llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santo’. Estas
grandes bendiciones estaban delante de estos efesios regenerados y las estaban
experimentando, y con todo no las conocían plenamente; no las podían ver. No
era porque los Efesios no fueran inteligentes o educados; hay razones para
creer que eran hombres muy entendidos. Tampoco era porque Pablo no les hubiera
hablado de estas verdades: en Hechos 20, les había presentado todo el consejo
de Dios, noche y día, con lágrimas, por tres años. Era porque todavía eran
parcialmente ciegos. Aunque eran cristianos, por tanto nacidos de nuevo y
trasladados del reino de oscuridad del reino de la luz, sin embargo, no se
había despojado de toda su ceguera. Por ello Pablo pide que Dios le dé el
Espíritu de sabiduría y revelación, que sus ojos reciban iluminación, afín de
que vean las riquezas del evangelio de Cristo Jesús.
Así pues, la
enseñanza inconfundible de la Escritura es que la sabiduría se encuentra en la
doble revelación de Dios: el universo creado y la Biblia. Ambas son claras.
Pero el pecado ha entenebrecido la mente del hombre. El hombre regenerado, en
quien el Espíritu santo ha comenzado su acción santificadora, puede por lo
menos vislumbrar estas verdades, pero poder ver estas verdades en la revelación
de Dios, porque son absolutamente claras. Pero no puede. Llevemos a una persona
al campo abierto en un día de verano, diáfano y sin nubes, en el momento en que
el sol está en su meridiano, pidámosle que lo mire y preguntémosle qué ve. Si
dice que no ve nada, entonces tengamos la seguridad de que está ciego,
totalmente ciego, y que necesita ir al oculista. De la misma manera,
presentemos a un hombre la diáfana Palabra de Dios, la cual testifica
claramente acerca de la divinidad de Jesucristo, del pecado del hombre, y de
que Cristo es el único camino de salvación, y luego preguntémosle si reconoce
estas verdades. Si dice: ‘no veo que sean verdades; son fantasías, creaciones
de la imaginación del hombre, tonterías que sólo cree un ignorante’, entonces
sabremos que este hombre está ciego, completamente ciego. No puede ver nada.
Debería poder ver, porque la Escritura no puede ser más clara: es tan brillante
como el sol. Si no ve las verdades, entonces es que está espiritualmente ciego.
Como dice la Escritura. El hombre natural no percibe las cosas de Dios. Tiene
el corazón cubierto con un velo. Tiene los ojos cerrados.
B. LA ILUMINACIÓN DEL ESPÍRITU.
Para
adquirir conocimiento verdadero no basta, pues, poseer la clara revelación de
Dios; el hombre también debe poder ver. Y precisamente ahí es donde también
entra el Espíritu Santo. Da al hombre no sólo un libro infalible, sino también
ojos para que lo pueda leer.
Algunos de
los pasajes ya mencionados muestran claramente que sólo Dios es quien puede
abrir los ojos espirituales y no el hombre. El Salmista, al sentirse incapaz de
abrir los ojos por sí mismo, le pide a Dios que lo haga suplicándole: ‘Abre mis
ojos, y miraré las maravillas de tu ley’ (Sal. 119: 18). Trató de hacerlo por
sí mismo. No pudo. Por ello pide a Dios, el único que puede, que abra sus ojos.
Del mismo modo, Lucas dice fue el Señor quien abrió los ojos de los discípulos
para que pudieran entender, y leemos que fue el Señor quien abrió el corazón de
Lidia para que pudiera comprender.
En forma más
específica, sin embargo, es la tercera Persona de la Trinidad, y no el Padre ni
el Hijo, quien ilumina la mente del hombre. Así como es él quien da la
comprensión y sabiduría naturales en primer lugar, así también es él quien
restaura esta sabiduría después de que el hombre ha caído.
Esto está
profusamente claro, especialmente en cuatro pasajes de la Escritura. En 1ª
Corintios 2, Pablo afirma que no vino a Corinto ‘con excelencia de palabras o
de sabiduría’ (1ª Cor. 2: 1) y prosigue, ‘ni mi palabra ni mi predicación fue
con palabras persuasivas de humana sabiduría de los hombres sino en el poder de
Dios’ (1ª Cor. 2: 4-5). En otras palabras, Pablo, o ni ningún otro hombre, es
capaz de comunicar fe no el conocimiento necesario para le fe por medio de la oratoria,
la elocuencia, ni la lógica. Antes bien, esta fe proviene por la demostración y
el poder del Espíritu Santo. Este es quien entra en el corazón en una forma indescriptible
y misteriosa, el que convence a la persona en manera irresistible de la verdad
del evangelio, y el que, por tanto, lo hace creer. De ahí que la fe de los
corintios no se apoya en algo tan superficial como la sabiduría de los hombres,
sino en el poder del Espíritu Santo.
Más adelante,
en este mismo capítulo, pablo vuelve a insistir sobre el mismo punto al
contrastar al hombre natural con el espiritual (1ª Cor. 2: 14-15). El hombre
natural, como hemos visto, está ciego, y por consiguiente no puede percibir las
cosas del Espíritu de Dios. ‘En cambio el espiritual juzga todas las cosas’ (1ª
Cor. 2: 15). Cuando habla de la persona ‘espiritual’, Pablo quiere decir la
persona en la que mora el Espíritu Santo. Sólo una persona así, como dice
Pablo, puede juzgar y discernir todas las cosas. Por consiguiente, el Espíritu
Santo es necesario para la iluminación de la mente.
En Efesios
1: 17, Pablo dice también, muy claramente, que es el Espíritu Santo el que
ilumina la mente; porque pide, no que la inteligencia de los creyentes sea
agudizada, no se trata de conocimiento nuevo, sino que pide, especialmente, el
Espíritu de sabiduría y revelación para que ‘los ojos de su entendimiento’ sean
iluminados a fin de que puedan conocer las cosas del Espíritu de Dios.
A los
tesalonicenses les dice que el evangelio no les llegó sólo de palabra, ya
fuesen escritas u orales, sino que fue acompañada del poder del Espíritu, de
modo que fue recibido con gran gozo (1ª Tes. 1: 5-6).
Finalmente,
Juan escribe que sus lectores ‘tienen la unción’, es decir, al Espíritu Santo
en ellos. La consecuencia es, escribe, que ‘conoceréis todas las cosas’ (es
decir las cosas básicas, espirituales, 1ª Jn. 2: 20) y que ‘la unción misma os
enseña todas las cosas’ (1ª Jn. 2: 27).
En resumen,
cuando el Espíritu Santo entra en la viada de la persona la ilumina, la da
entendimiento, la enseña, abre sus ojos, quita el velo de su corazón, y
sensibiliza su corazón a fin de que pueda conocer las cosas del Espíritu de
Dios. Sin él, el hombre es ciego para ver las verdades dela revelación; pero
cuando hay demostración del Espíritu y de poder el hombre conoce las cosas.
Debería
observarse cuidadosamente que el Espíritu Santo no ilumina al hombre comunicándole
una revelación secreta, conocimiento nuevo. No ha habido más revelaciones desde
que la Biblia quedó completa; la revelación especial concluyó con el Nuevo
Testamento. Además dar revelaciones nuevas sería tan inútil como tratar de que
el ciego viera porque se colocan dos soles en el firmamento, en vez de uno. No,
el Espíritu Santo no ilumina al hombre, dándole más conocimiento, sino actuando
misteriosamente en su corazón, a fin de que pueda ver la revelación ya dada. El
Salmista no necesitó otra ley, sino el que se le abriera los ojos para ver la
ley que ya estaba ante él. Los Judíos inconversos no necesitaron revelaciones
adicionales a las de Moisés, sino que se les quitara el velo del corazón. Los
Efesios no necesitaron otro evangelio, sino que se disipara la oscuridad que
les impedía ver el evangelio que Pablo ya les había predicado.
Y cuando
Pablo escribe a los Tesalonicenses que ‘nuestro evangelio no llegó a vosotros
en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena
certidumbre’, no dice que les dio un mensaje nuevo, sino que el antiguo les
llegó en forma nueva. De manera semejante, la razón de que los cristianos de
Corinto pudieran entender el evangelio, en tanto que otros sabios no podían, no
fue por una revelación nueva que les había sido dada, sino por la antigua que
les había llegado con ‘demostración del Espíritu y poder’.
Esta iluminación
se podría comparar a la apertura de ojos de Balaam cuando el ángel del Señor se
le interpuso. El ángel estaba allí, y el asno lo podía ver pero Balaam no. A
fin de que Balaam viera, Dios no tuvo que colocar otro ángel delante de él,
sino simplemente abrir sus ojos para que pudiera ver al que ya estaba allí.
Esta
iluminación también podría comparase al efecto de un telescopio. Sin él, el
hombre no ve las estrellas que están en la lejanía. Lo que necesita es un ojo
nuevo, un telescopio, afín de poder ver lo que está ante sus ojos. El
telescopio no sitúa un objeto nuevo delante de la persona, sino que hace
visible lo que ya está allí.
Así sucede
con la iluminación por medio del Espíritu Santo. El Espíritu abre los ojos
espirituales del hombre para que vea la revelación que ya está ante él. Mil
revelaciones nuevas no ayudarían a que el hombre vea, si no puede ver ni una.
La iluminación, pues, consiste, no en comunicar un conocimiento nuevo, sino en
abrir los ojos del hombre para que vea lo está claramente delante de él.
CONCLUSIÓN
Estos hechos
explican sucesos que de otro modo serían enigmáticos. A veces se piensa que si
el cristiano es tan bueno, si ofrece los mayores beneficios para este mundo y
el mundo venidero, si es tan lógico, si es la fuente de todo conocimiento
verdadero, entonces ¿Por qué no cree más gente? ¿Por qué las iglesias en su
mayoría, integradas por graduados de universidad y profesionales? ¿Por qué los
más educados no llenan las iglesias?
La respuesta
es, desde luego, que hacerse cristiano no depende de la sabiduría del hombre
sino de la acción iluminadora del Espíritu Santo para que el que está espiritualmente
ciego pueda ver.
Por esta
misma razón, en ocasiones las personas con menos probabilidad acatan a Cristo.
A veces miramos a una persona desde un punto de vista humano y pensamos: ‘Esta
persona está perdida sin remedio. Está demasiado cerrada para llegar a ser
cristiana. Nada le importa. Está demasiado empedernida en el pecado. Lanza
juramentos terribles. Su vida es escandalosa’. Y sin embargo, para sorpresa
nuestra, esa persona se vuelve receptiva al evangelio. Ese pecador endurecido
que nunca derramó una lágrima en su vida, acude a Cristo con lágrimas en los
ojos. No puede seguir haciendo más resistencia a la oferta de salvación como la
margarita no puede resistir el ser aplastado bajo la pesuña del elefante. Esto
ocurre así porque el llegara aser cristiano no depende del hombre, sino del
Espíritu Santo. Nada tiene que ver el hecho que una persona sea un genio o un
criminal empedernido. Su sabiduría no la salvará, ni su maldad lo condenará.
Pero si el Espíritu Santo actúa dentro de su corazón, ese corazón se suaviza,
se derrite, o como lo dice Ezequiel, el corazón de piedra se vuelve corazón de
carne, toda resistencia desaparece y la persona acepta a Cristo. La salvación
depende de Dios y no del hombre.
Por
consiguiente, si queremos hacer discípulos para Cristo debemos pedir que el
Espíritu Santo ilumine a la persona con la cual estamos trabajando. De otro
modo nuestros esfuerzos de nada servirán. Podemos llevar al amigo no converso a
escuchar al predicador más elocuente y popular, podemos argüir con él con la
lógica más abrumadora y brillante (y el cristianismo posee una lógica
sorprendente), podemos acercarnos a él en la forma más sutil, discreta y sabia,
podemos hablarle hasta quedar sin aliento, pero de nada servirá si el Espíritu
Santo no abre sus ojos y le quita el velo del corazón a fin de que pueda ver la
verdad y crea. Así pues, para cumplir con la misión de hacer discípulos, el
requisito primordial es orar para que el Espíritu Santo abarque el corazón del
no creyente. Cuando eso sucede, incluso nuestra mayor necedad no puede
impedirle que entienda. Quizá gran parte del desaliento que se experimenta en
el evangelismo personal se debe al hecho de que, al ofrecer tratados y al dar
testimonio, no hemos pedido la acción iluminadora del Espíritu Santo en la vida
de aquel con quien tratamos.
Respecto a
nuestra propia comprensión, también debemos pedir la iluminación del Espíritu
Santo. Recordemos que los Efesios a quienes Pablo escribió ya eran cristiano.
Eran aquellos a quienes Pablo escribió en ese primer capítulo tan maravilloso, mostrándoles
que el fundamento de su fe estaba en el amor eterno y predestinador de Dios.
Sin embargo pide en ese mismo capítulo que Dios les conceda el Espíritu de
sabiduría y revelación a fin de que se iluminen los ojos de su comprensión y
pueda conocer las glorias del evangelio de Cristo. Lo mismo nos sucede a
nosotros; todavía hay tinieblas considerables en nuestros ojos (en algunos más
que otros); aún no estamos libres de la ceguera; todavía no podemos ver tan
bien como debiéramos. Por ello, como cristianos debemos orar constantemente a
fin de que el Espíritu de sabiduría y revelación venga a iluminar nuestros ojos
para poder ver más claramente las grandes verdades de la revelación.
Así pues,
como conclusión de este estudio y del anterior, se puede afirmar que el
cristianismo posee en secreto de todo conocimiento verdadero. Este secreto
depende de la doble operación del Espíritu Santo. Depende de su acción en la
Biblia, la voz eterna de Dios, que es la fuente de todo conocimiento, incluso
de la interpretación correcta de la revelación natural; y depende de la
iluminación de la mente por parte del Espíritu Santo. Sin alguien confía en
estas operaciones del Espíritu, podrá alcanzar lo que los filósofos han buscado
desde todos los tiempos: conocimiento verdadero. Y que dará satisfecho.