A. EL APOSTOLADO
“Para que también vosotros tengáis
comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con
su Hijo Jesucristo.” 1 Juan 1. 3.
El apostolado tiene el carácter de una
manifestación extraordinaria nunca antes vista, en la cual podemos descubrir
una obra propia del Espíritu Santo. Los apóstoles fueron embajadores
fenomenales distintos a los profetas, distintos a los ministros de la Palabra
de hoy en día.
Ocupan un lugar único en la historia de
la Iglesia y del mundo, y son particularmente importantes. Por lo tanto, el
apostolado debe ser discutido en forma especial.
El apostolado, además, forma parte de
las grandes cosas que el Espíritu Santo ha hecho. Todo lo que la Sagrada
Escritura declara con relación a los apóstoles nos impulsa a buscar respuestas
sobre sus personas y misión en la obra especial del Espíritu Santo. Antes de Su
ascensión, Cristo repetidamente predijo que ellos serían Sus testigos sólo
después de haber recibido el Espíritu Santo de manera extraordinaria. A la
espera del cumplimiento de esta promesa, permanecen escondidos en Jerusalén. Y
al llevar el mensaje de la cruz a Jerusalén y hasta lo último de la tierra,
apelan al Espíritu Santo, quien los capacita poderosamente para la misión.
El apostolado era santo y por eso los llamamos los santos apóstoles no porque hayan alcanzado un
grado más alto de perfección, sino usando el sentido bíblico de la palabra; es decir,
la idea de haber sido separados, apartados para el servicio del Dios santo, tal
como lo fueron el Templo y sus utensilios.
Muchas cosas se han vuelto impías por
causa del pecado. Antes del que el pecado entrara en el mundo todas las cosas
eran santas. Aquella parte de la creación que se volvió impía se opone a
aquella que se mantuvo santa. Esta última es el Cielo; y la que fue santificada
es la Iglesia; y, por tanto, se denomina santo todo aquello que pertenece a la
Iglesia, a su ser y organismo.
Por eso Jesús pudo decirles a sus
discípulos justo antes de que lo negaran: “Ya vosotros estáis limpios por la
palabra que os he hablado.” Los miembros de la Iglesia y sus hijos son “santificados”
de manera similar; San Pablo los llama santos y amados en sus epístolas: no porque no hayan
pecado, sino porque Dios los había llamado santos en la esfera de Su santidad,
la cual Él, por Su gracia, había separado de la esfera del pecado. De la misma
forma la Escritura es santa: no porque sea el registro solamente de cosas
santas, sino por que su origen no es la vida del hombre pecaminoso, sino la
esfera santa de la vida de Dios.
Nosotros confesamos, por lo tanto, que
los apóstoles de Cristo fueron apartados para el servicio del Reino santo de
Dios, y que fueron dignos de su llamado por el poder del Espíritu Santo.
Si omitimos la palabra “santos”, como muchos
hacen, convertimos a apóstoles en hombres comunes y corrientes; los comenzamos
a considerar como predicadores ordinarios en un grado más alto indudablemente,
debido a que son poseedores una gran ventaja, en especial por su relación
cercana con Cristo y como testigos Suyos a nosotros, pero aun así en el mismo
nivel junto a otros maestros y ministros a lo largo de la historia de la
Iglesia. Se pierde así la convicción de que los apóstoles eran hombres de un tipo diferente a los demás; se pierde la consciencia
de que tuvieron un ministerio especial y único; se pierde también la confesión
de que, por medio de ellos, el Señor nuestro Dios nos dio una gracia
extraordinaria.
Esto explica por qué algunos ministros,
al ser instalados, al salir o al jubilar, aplican sobre sí mismos declaraciones
apostólicas que no se aplican a ellos, sino que son exclusivas para aquellos
que ocupan un lugar especial y único en la Iglesia de todos los tiempos y
lugares. Por esta razón repetimos el título de honor, “santos apóstoles,” para
que así la importancia distintiva del apostolado sea reconocida nuevamente con
honor en nuestras iglesias.
La Sagrada Escritura muestra esta
importancia distintiva del apostolado de varias maneras.
Comenzaremos refiriéndonos al prólogo de
la Primera Epístola de San Juan, en el cual, en la plenitud del sentido
apostólico, el santo apóstol se dirige a nosotros solemnemente. San Juan abre
su epístola declarando que ellos, los apóstoles del Señor, ocupan una posición excepcional
en el milagro de la encarnación de la Palabra. Dice: “El Verbo se hizo carne, y
en ese Verbo encarnado, la Vida se manifestó; y esa Vida manifiesta escuchamos,
vimos y palpamos.” ¿Por quiénes? ¿Por todos? No, sino por apóstoles; por eso
añade enfáticamente:
“Aquello que hemos visto y oído os
anunciamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se
nos manifestó.”
¿Cuál fue el objetivo de esta
declaración? ¿La salvación de las almas? Ciertamente, pero no en primer lugar.
El propósito de esta declaración es unir a los miembros de la Iglesia con el apostolado. Por eso añade clara y enfáticamente:
“Esto os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros.”
Y sólo después de haber establecido este vínculo y de haber logrado comunión
con el apostolado, dice: “Y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y
con su Hijo Jesucristo.”
La lógica del apóstol es clara como el
agua. La Vida fue manifestada de tal forma que pudo ser vista y palpada.
Aquellos que la vieron y palparon fueron los apóstoles; y fueron ellos también los
que declararon esta vida a los elegidos. La comunión necesaria entre los
elegidos y el apostolado se establece por medio de esta declaración. Y como
consecuencia de esto, los elegidos ahora pueden disfrutar de la comunión con el
Padre y el Hijo.
Esto no debe entenderse como si se
refiriera sólo al pueblo de ese entonces; y con respecto a Roma, tal
perspectiva, incluso con Biblia en mano, es demasiado débil si se sostiene que
esta mayor relevancia del apostolado se aplicaba sólo a los que vivían
entonces, y no en la misma medida para nosotros hoy. Por cierto nosotros, que
vivimos en el final de los tiempos, debemos mantener la comunión vital con el
santo apostolado de nuestro Señor Jesucristo. Roma se equivoca al decir que sus
obispos son los sucesores de los apóstoles, enseñando que la comunión con el
apostolado depende de la comunión con Roma: un error que se hace evidente al
ver que San Juan expresa y, enfáticamente, relaciona la comunidad del
apostolado con los hombres que vieron, oyeron y palparon aquello que fue
manifestado de la Palabra de Vida algo a lo que ningún obispo de Roma podría
aspirar hoy en día. Además, San Juan dice distintivamente que esta comunión con
el apostolado debe ser el resultado de la declaración de la Palabra de Vida por los
apóstoles mismos. Y en la
medida que Roma sostenga que esta comunión es por medio del símbolo
sacramental, y no por medio de la predicación de la
Palabra, su doctrina se encuentra en
directa oposición a la de los apóstoles. Sin embargo, de aquí no se desprende
que Roma se equivoca en el pensamiento fundamental, a saber, que todo hijo de
Dios debe estar en comunión con el Padre y el Hijo a través del apostolado; por el contrario, esta es la
declaración positiva de San Juan. La solución a este aparente conflicto se
encuentra en el hecho de que ellos no sólo hablaron, sino que también escribieron: en otras palabras, su declaración de
la Palabra de Vida no se limitó al pequeño círculo de personas que tuvieron el
privilegio de escucharles; al contrario, por medio de sus escritos le han dado
a su predicación una formas reales y duraderas; la han enviado a toda tierra y
nación; para que, como apóstoles genuinos y ecuménicos, puedan dar testimonio
de la Vida que ha sido manifestada a todos los elegidos de Dios en todo lugar y
a través de todas las épocas.
Por tanto, los apóstoles se encuentran
predicando al Cristo vivo en las iglesias incluso hoy mismo. Sus personas han
partido, pero su testimonio personal permanece con nosotros. Y tal testimonio
personal el cual ha llegado a toda alma, en todo lugar y en toda época como
documento apostólico es el testimonio que aún hoy es el instrumento en la mano
del Espíritu Santo para llevar a las almas a la comunión de la Vida Eterna.
Si alguien dice, “La palabra de los
apóstoles, en este sentido, ciertamente aún es efectiva; sin embargo, esta no
trae como resultado la comunión con ellos ni se efectúa por medio de su comunión
con Cristo, sino que, de manera más simple, nos apunta directamente al Salvador
de nuestras almas,” nos oponemos enérgicamente a esta noción no-bíblica.
Tal razonamiento ignora al cuerpo de
Cristo y pasa por alto el hecho significativo del derramamiento del Espíritu
Santo. No se trata de la salvación de unas pocas almas individuales, sino de la recolección del cuerpo de Cristo; y a ese cuerpo deben ser
incorporados todos los que son llamados. Ya que el Rey de la Iglesia da Su
Espíritu, no a personas separadas, sino exclusivamente a aquellos que son
incorporados, y que el fluir del Espíritu Santo hacia Su cuerpo ocurrió en
Pentecostés, principalmente en los apóstoles, por ende, en el tiempo presente
nadie puede recibir don espiritual o influencia alguna del Espíritu Santo a menos
que se encuentre en conexión vital con el cuerpo del Señor; y tal cuerpo no se
puede concebir sin los apóstoles.
De hecho, la Palabra apostólica viene al
alma en el día de hoy como testimonio de lo que ellos vieron, oyeron y palparon
de la Palabra de Vida. En virtud de este testimonio se obra en el interior de
las almas, y se estas hacen manifiestas al ser incorporadas al cuerpo de
Cristo. Y esta comunión se manifiesta como una comunión con el mismísimo cuerpo
del cual los apóstoles son líderes, en cuyas personas y en cuyos asociados fue
derramado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés.
Sabemos que esta perspectiva esta
confesión, más bien se encuentra en directa oposición a la perspectiva del
metodismo, el cual ha impregnado a los hombres de
toda clase y condición. Los deplorables resultados se han hecho evidentes de
varias maneras. El metodismo ha matado el aprecio consciente por sacramento; es
frío e indiferente con respecto a la comunión de la iglesia; ha cultivado un
desprecio ilimitado por la verdad en la confesión.
Mientras que el Señor nuestro Dios ha
considerado necesario darnos una Santa Escritura extensa, formada por sesenta y
seis libros, el metodismo se jacta de poder escribir su evangelio en una
moneda.
Este error no puede ser superado a menos
que la Palabra de Dios sea nuevamente nuestra Maestra y nosotros sus dóciles
estudiantes. Entonces entenderemos.
1. Que no son personas por separado las
que están siendo rescatadas de las corrientes de la iniquidad, sino que un
cuerpo será redimido.
2. Que todos los que han de ser salvos
serán incorporados a tal cuerpo.
3. Que este cuerpo tiene como Cabeza a
Cristo y a los apóstoles como sus líderes permanentes.
4. Que el Espíritu Santo fue derramado
sobre ese cuerpo en Pentecostés.
5. Que incluso hoy cada uno de nosotros
experimenta las acciones bondadosas del Espíritu Santo sólo a través de la
comunión con este cuerpo.
La gloriosa palabra de Cristo “Mas no
ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la
palabra de ellos,” será
bien entendida sólo cuando estas cosas sean claras para el alma. Entendiéndola
en el otro sentido, esta palabra no nos entrega el más mínimo consuelo; porque,
entonces, el Señor oró solamente por sus contemporáneos, aquellos que tuvieron
el privilegio de oír personalmente a los apóstoles, y aquellos que se
convirtieron por medio de su testimonio verbal. Quedamos completamente
excluidos. Pero si entendiéramos esta petición en el sentido que hemos estado
defendiendo, es decir, como si Cristo estuviese diciendo, “No oro solamente por
Mis apóstoles, sino también por aquellos que creerán en Mí por medio de su
testimonio, ahora y en todas las edades, tierras y naciones,” entonces esta
petición adquiere mayor alcance, incluyendo aun una oración por cada hijo de Dios,
incluso por aquellos que son llamados hoy desde nuestros propios hogares.
Cuando en el Apocalipsis de Juan echamos
un vistazo a la cuidad celestial, la Nueva Jerusalén, con doce fundamentos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero, podemos
notar que la importancia única del apostolado está profundamente incrustada en
el corazón del Reino. De ahí que su importancia no sea pasajera ni temporal,
sino permanente e incluyendo a toda la Iglesia. Y cuando la guerra haya acabado
y la gloria de la Nueva Jerusalén sea revelada, incluso en ese momento, en tal
fruición celestial, la Iglesia descansará sobre el mismo cimiento sobre el cual
fue edificada aquí; y, por lo tanto, llevará gravados sobre sus doce
fundamentos los nombres de los santos apóstoles del Señor.
El apóstol Pablo tiene tan en alto al
apostolado que en su Epístola a los Hebreos aplica el nombre de Apóstol al
Señor Jesucristo. “Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento
celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús.”
El significado es perfectamente claro. Propiamente dicho, es Cristo mismo el
que llama y testifica en Su Iglesia. Tal como el blanco rayo de luz se divide
en muchos colores, así mismo Cristo se imparte a Sí mismo a Sus doce apóstoles,
a quienes Él ha elegido como los instrumentos por medio de los cuales tiene
comunión con Su Iglesia. Por tanto, los apóstoles no andan cada uno por su
cuenta, sino que juntos constituyen el apostolado, cuya unidad no se encuentra
en San Pedro ni en San Pablo, sino en Cristo. Si quisiéramos comprender al todo el apostolado
en uno solo, tendría que ser en Él en quien está contenida la totalidad de los
doce el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra profesión, Cristo el Señor.
Si no captamos completamente estos
pensamientos ni vivimos en ellos, no seremos capaces de entender las epístolas
de San Pablo ni de apreciar su conflicto espiritual por mantener en alto el
honor del apostolado en su misión celestial. Especialmente en sus epístolas a
los Corintios y Gálatas, Pablo contiende valiente y efectivamente en este
aspecto pero de una manera que el metodista no puede ver ni oír. Éste se
lamenta por el celo del apóstol, y dice: “Si Pablo hubiese hecho menos hincapié
en su título y se hubiese concentrado más humildemente a la conversión de las
almas, nuestra imagen de él sería mucho más preciosa.” Y desde su punto de
vista, tiene mucha razón. Si los apóstoles son más importantes sólo por haber
sido los primeros maestros y ministros de la Iglesia, no tiene sentido que San
Pablo haya desperdiciado su energía reclamando un título inútil.
Sin embargo, el hecho innegable de que
el gran esfuerzo de San Pablo no va en línea con nuestras ideas en el día de
hoy, no nos debe hacer creer que el apóstol, simplemente porque no se amolda a nuestras
opiniones, no tiene la razón. Por el contrario, debemos reconocer que no
podemos sostener nuestra perspectiva sin condenar al apóstol y, por tanto,
debemos abandonarla mientras más pronto sea, mejor. San Pablo no debe amoldarse
a nuestras ideas; al contrario, nuestras ideas deben ser modificadas o
cambiadas por el pensamiento de San Pablo.
B. LAS ESCRITURAS
APOSTÓLICAS
“Y pienso que también yo tengo el
Espíritu de Dios.” 1 Cor. 7. 40.
Hemos visto que el apostolado tiene una
importancia extraordinaria, ocupando una posición única. Esta posición consiste
de dos partes: una temporal, con referencia a la plantación de las primeras
iglesias; y otra permanente, con relación a las iglesias a lo largo de todas
las edades.
La primera debe ser necesariamente temporal,
porque lo que ya se ha hecho no puede se puede repetir. Un árbol puede ser
plantado sólo una vez; un organismo puede nacer sólo una vez; la plantación o
fundación de una Iglesia puede ocurrir sólo una vez. Sin embargo, esta fundación
no fue sin previa preparación. Por el contrario, Dios ha tenido una Iglesia en
el mundo desde el principio. Incluso, esa Iglesia era una iglesia mundial. Pero
cayó en idolatría; y la única iglesia pequeña que quedó, en medio de un pueblo
casi desconocido, fue la Iglesia en Israel. Para que esta iglesia particular
pudiera convertirse otra vez en una iglesia mundial, dos cosas fueron
necesarias:
EN PRIMER LUGAR, que la Iglesia de Israel dejara de lado
su nacionalidad.
EN SEGUNDO LUGAR, que la Iglesia de Cristo apareciera en
medio del mundo pagano, para que ambas pudieran manifestarse como la Iglesia Cristiana.
Con estas dos cosas la labor apostólica
queda prácticamente completa. En San Pablo se unen ambas. Ningún apóstol
trabajó para quitarle a la Iglesia de Israel su vestimenta judía con tanto celo
como él, y ningún apóstol fue tan prolífero en la plantación de nuevas iglesias
en todas partes del mundo de la manera que él lo fue.
No obstante, el apostolado tenía un
llamado mucho más amplio y alto, no sólo para con la gente de esos días, sino
también para la Iglesia a lo largo de todas las edades. Ellos fueron ordenados
para la tarea de apóstoles: dar a las iglesias formas definidas de gobierno,
para así determinar su carácter; y darles la documentación escrita de la revelación
de Cristo Jesús, para asegurar su pureza y perpetuidad.
Esto es evidente al observar el carácter
de sus labores: porque no sólo plantaron iglesias, sino que también les dieron
ordenanzas. San Pablo les escribe a los corintios: “En cuanto a la ofrenda para
los santos, haced vosotros también de la manera que ordené en las iglesias de
Galacia.” (1 Cor. 16. 1) Ellos estaban conscientes, por tanto, de poseer poder,
de estar dotados de autoridad: “Esto ordeno en todas las iglesias,” dice el
mismo apóstol (1 Cor. 7. 17). Esta orden no es como la de los directorios de
nuestras iglesias que tienen poder para hacer reglas; o como cuando el ministro
anuncia algunas regulaciones desde el púlpito en nombre del consistorio. No,
los apóstoles ejercían una autoridad en virtud de un poder que poseían conscientemente
en sí mismos, independientemente de una iglesia o de un concilio particular.
Pues San Pablo, después de haber dado
ordenanzas en cuanto al matrimonio, escribe: “Y pienso que también yo tengo el
Espíritu de Dios” (1 Cor. 7. 40). Por tanto, el poder y la autoridad para
mandar, para ordenar y juzgar en las iglesias, no derivaban de la Iglesia, ni
de un concilio, ni del apostolado, sino directamente del Espíritu Santo. Esto
es cierto incluso en cuanto al poder para juzgar; pues San Pablo, en el caso de
una persona incestuosa en la iglesia de Corinto, juzgó que tal individuo debía
ser entregado a Satanás. La ejecución de tal sentencia la dejó en manos de los
ancianos de la iglesia, pero la había determinado en virtud de su autoridad
apostólica—1 Cor. 5. 3.
En esta conexión, cabe destacar que San
Pablo estaba consciente de una doble corriente que fluía a través de su
palabra:
(1) aquella de la tradición, tocante a las cosas ordenadas por el Señor
Jesús durante Su ministerio; y:
(2) aquella del Espíritu
Santo, tocante las cosas que debían
ser dispuestas por el apostolado.
Pues escribe: “En cuanto a las vírgenes
no tengo mandamiento del Señor; mas doy mi parecer, como quien ha alcanzado
misericordia del Señor para ser fiel” (1 Cor. 7. 25). Y otra vez dice: “Pero a
los que están unidos en matrimonio, mando, no yo, sino el Señor: Que la mujer
no se separe del marido” (versículo 10). Y en el versículo 12 dice: “Y a los
demás yo digo, no el Señor.” Muchos han quedado con la impresión de que San
Pablo quería decir: “Lo que el Señor ordenó, aquello deben cumplir; pero las
cosas que yo les he ordenado son menos importantes y en ningún caso
obligatorias”; una perspectiva que destruye la autoridad de la palabra apostólica
y que, por ende, debe ser rechazada. El apóstol no tiene la más mínima
intención de poner en riesgo su autoridad; pues habiendo entregado el mensaje,
expresamente añade: “Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios”; (1
Cor. 7. 40) lo cual, en conexión al mandamiento del Señor, no puede significar
nada distinto a: “Aquello que yo he ordenado tiene la misma autoridad que las
palabras del propio Señor”; una declaración ya contenida en la palabra: “He
alcanzado misericordia para ser fiel,” es decir, en mi trabajo de dar
regulación a las iglesias.
Por medio de estas ordenanzas, los
apóstoles no sólo dieron a las iglesias de aquellos días una forma definida de
vida, sino que también prepararon el canal que debía determinar el curso futuro
de la vida de la Iglesia. Esto lo hicieron de dos maneras:
EN PRIMER LUGAR, en parte por medio de las marcas que
dejaron en la vida de las iglesias, las cuales nunca fueron totalmente
borradas.
EN SEGUNDO LUGAR, también en parte y más particularmente
al dejarnos por escrito la imagen de esa Iglesia, y al sellar las
características principales de estas ordenanzas en sus epístolas apostólicas.
Estas dos influencias aquella directa a
la vida de las iglesias, y aquella de las Escrituras apostólicas, se han
encargado de cuidar que la imagen de la Iglesia no se pierda, y de que, en
donde existe el peligro de que se pierda, sea totalmente restaurada por la
gracia de Dios.
Esto nos lleva a considerar la segunda
actividad de los apóstoles, por medio de la cual obran en la Iglesia de todos
los tiempos, a saber, la herencia de sus escritos.
Nuestros escritos son los más ricos y
maduros productos de la mente; y la mente del Espíritu Santo obtuvo su más
rica, completa y perfecta expresión cuando Su significado fue puesto en forma
documental. Por lo tanto, la labor literaria de los apóstoles merece cuidadosa
atención.
En cada una de las actividades que Pedro
y Pablo realizaron predicar el Evangelio, sanar enfermos, juzgar a los rebeldes
y plantar iglesias, entregando ordenanzas, llevaron a cabo una obra gloriosa.
Aun así, la importancia de la labor de San Pablo al escribir, por ejemplo, la Epístola
a los Romanos, es tan superior al valor de la predicación y de la sanación, que
no puede haber comparación entre las dos. Cuando escribió ese librito, que
impreso en un panfleto común y corriente no tendrá más de dos páginas, él hizo
la obra más grande de su vida. El rango de influencia de este librito ha sido
tremendo. Por medio de este pequeño libro es que San Pablo se transformó en un
personaje histórico.
Sabemos, claro está, que muchos teólogos
de nuestro tiempo invierten este orden y dicen: “Estos apóstoles eran hombres profundamente
espirituales; vivieron cerca del Señor y pudieron conocer en profundidad la mente
de Cristo; trabajaron y predicaron, y ocasionalmente escribieron una que otra
carta, algunas de las cuales han llegado hasta nosotros; sin embargo, estos
escritos no tuvieron mayor importancia para ellos”; y en contra de toda esta
falsa representación protestamos con todas nuestras fuerzas. No, estos hombres
no eran excelentes personalidades que escribieron cartas con sus propias manos
que no tuvieron mayor importancia en sus vidas. Por el contrario, la labor
epistolar fue la obra más importante de todas sus vidas; pequeñas en tamaño,
pero ricas en contenido; aparentemente de menos valor, pero en realidad, en
virtud de su profunda y extendida influencia, de una importancia mucho mayor. Y
ya que los apóstoles no pueden ser considerados unos tarados que con suerte
sabían algo del futuro de la Iglesia y de lo que estaban haciendo, afirmamos
que un hombre como San Pablo, al terminar su Epístola a los Romanos, estaba
consciente del hecho de que su obra ocuparía un lugar prominente dentro de sus
labores apostólicas.
Aunque se transe y se acepte que el
apóstol estaba inconsciente de esto, esto no altera el hecho. Hoy, cuando todas
las iglesias fundadas hace dieciocho siglos han pasado, y que la iglesia de
Roma apenas puede ser reconocida; cuando aquellos que por medio de su maravilloso
poder fueron sanados o salvados se han convertido en polvo, y que no queda ni
un recuerdo de estas labores; hoy esta herencia epistolar aún gobierna la
Iglesia de Cristo.
No podemos imaginar cuál sería la
condición de la Iglesia sin las epístolas de San Pablo, si perdiéramos la
herencia del gran apóstol que ha llegado a nosotros por medio de nuestros padres.
¿Qué es lo que controla nuestra confesión sino las verdades desarrolladas por
él?
¿Qué es lo que gobierna nuestras vidas
sino los ideales que él puso en alto? Podemos decir con toda seguridad que
nuestra Iglesia sin las epístolas paulinas tendría una forma y apariencia completamente
diferente.
Siendo esto así, también tenemos
justificación para decir que la concretización de la verdad cristiana en las
epístolas apostólicas es la más importante de todas sus labores. En vez de llamarlas
“letras muertas,” confesamos que ellas la actividad de los apóstoles alcanzó su
cenit.
No obstante, siendo nuestra presente
preocupación la obra particular del Espíritu Santo en el apostolado, y no el
apostolado en sí, consideraremos a continuación la siguiente pregunta:
¿Cuál es la naturaleza de esta obra?
Nuestra alternativa está entre la teoría
del proceso mecánico
y la del proceso natural.
Quienes apoyan la primera dicen: “Nada
puede ser más simple que la obra del Espíritu Santo en los apóstoles. Ellos
sólo tuvieron que sentarse, tomar pluma y tinta, y escribir según se les dictaba.”
Quienes abogan por el proceso natural dicen: “Los apóstoles habían entrado profundamente
a la mente de Cristo; eran más santos, más puros, y más piadosos que los demás;
y por lo tanto ellos calificaban para ser los instrumentos del Espíritu Santo
el cual, después de todo, le da vida a todo hijo de Dios.” Estos son los puntos
de vista extremos. Por un lado, la obra del Espíritu Santo es considerada como
un elemento ajeno introducido a la vida de la Iglesia y a la de los apóstoles.
Cualquier escolar capaz de escribir un dictado podría haber escrito la Epístola
a los Romanos igual de bien que San Pablo. La diferencia obvia de estilo y forma
de presentación entre sus epístolas y las de San Juan no surge de la diferencia
de sus personalidades, sino del hecho que el Espíritu Santo a propósito adoptó
el estilo y la forma de hablar de Su escriba elegido sea San Pablo o San Juan.
El otro extremo considera que las
personas de los apóstoles dan cuenta de todo; por tanto, hablar de una obra del
Espíritu Santo es simplemente repetir un término religioso. Según esta posición,
la influencia de la relación personal tuvo un efecto pedagógico en Sus
discípulos, la cual dejó una marca tan fuerte de Su vida en ellos que pudieron
entender Su Persona y Sus objetivos mucho mejor que otros. Por tanto, siendo
las mentes mejor desarrolladas del círculo cristiano en ese entonces, adoptaron
en sus escritos una cierta autoridad apostólica.
Además de estos dos extremos, debemos
mencionar la perspectiva de ciertos teólogos amigables que cambian este proceso
natural en uno sobrenatural pero, aun así, desarrollado por el mismo individuo.
Ellos reconocen junto con nosotros que existe una obra del Espíritu Santo, a la
cual llaman regeneración, y que a ella a menudo se le suma el don de la iluminación.
Y basado en esto arguyen: “Entre los regenerados hay algunos en los cuales esta obra divina es solamente superficial,
mientras que en otros Él opera con más profundidad.
En los primeros, el don de la
iluminación no está desarrollado; en los últimos, el don toma más realce; y a
esta clase pertenecían los apóstoles, quienes fueron partícipes de este don en
el grado más alto. Debido a estos dos dones, la obra del Espíritu Santo llegó a
tal claridad y transparencia en ellos que, al hablar o escribir acerca de las
cosas del Reino de Dios, casi invariablemente tocaron en la nota exacta, eligieron
la palabra exacta, y continuaron en la dirección correcta. De ahí procede el
poder de sus escritos, y la autoridad casi obligatoria de su palabra.”
En contra de estos tres oponentes
queremos presentar el punto de vista de los mejores teólogos de la Iglesia
cristiana, los cuales, a pesar de entender completamente los efectos de la regeneración
e iluminación en los apóstoles, sostienen que a partir de esto, la autoridad infalible
de los apóstoles no puede ser explicada; y que la autoridad de su palabra es reconocida
sólo por la confesión incondicional de que estas operaciones de gracia fueron
los medios usados por el Espíritu Santo al momento de entregar Su propio
testimonio, por medio de los apóstoles, en formas documentales para la Iglesia
de todos los tiempos.
C. LA INSPIRACIÓN
APOSTÓLICA
“Pero cuando venga el Espíritu de
verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta,
sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de
venir.” Juan 16. 13.
¿Cuál es la naturaleza de la obra del
Espíritu Santo en la inspiración de los apóstoles?
Aparte de las teorías mecánicas y
naturales, las cuales son vulgares y profanas, existen otras dos, a saber, la
ética y la reformada.
Según la primera, la inspiración de los
apóstoles difiere del aliento de los creyentes sólo en grado y no en
naturaleza. Los éticos representan este asunto como si, por medio de la encarnación
de la Palabra, una nueva esfera de vida fuese creada; la llaman “Dios-hombre.”
Aquellos que han recibido la vida de
esta esfera más alta son los creyentes; los demás son incrédulos. En estos
creyentes, la consciencia es cambiada, iluminada y santificada gradualmente.
Por tanto, ellos ven las cosas en una luz diferente, es decir, sus ojos son abiertos
para que puedan ver el mundo espiritual del cual los no-creyentes nada ven. Sin
embargo, este resultado no es el mismo para todos los creyentes. Los más
favorecidos ven más correcta y claramente que los menos favorecidos. Y los más
excelentes entre ellos, quienes poseen esta vida divino-humana con más
abundancia, y ven las cosas del Reino con la mayor claridad y precisión, son
los hombres llamados apóstoles. De ahí que la inspiración de los apóstoles y la
iluminación de los creyentes es la misma en principio, mas diferente en sólo en
grado.
Las iglesias reformadas no pueden estar
de acuerdo con esta visión. En su juicio, cualquier esfuerzo por asimilar la
inspiración apostólica a la iluminación de los creyentes aniquila en realidad a
la primera. Pues ellas sostienen que la inspiración de los apóstoles era
totalmente única
en naturaleza y en clase, totalmente diferente de lo que la
Escritura llama la iluminación de los creyentes. Los apóstoles poseían este don
en el más alto nivel, y en este aspecto apoyamos de todo corazón lo que dicen
los teólogos éticos. Pero, cuando todo se ha dicho, nos aferramos a que la
inspiración apostólica ni siquiera se toca; que yace enteramente fuera de ella;
que no está contenida en ella, sino añadida a ella; y que la Iglesia debe
reverenciarle como obra del Espíritu Santo extraordinaria, peculiar y única,
forjada exclusivamente en los santos apóstoles.
Entonces, ambos lados están de acuerdo
en que los santos apóstoles eran nacidos de nuevo, y que fueron iluminados en
un grado peculiarmente alto. No obstante, mientras los teóricos éticos sostienen
que esta iluminación extraordinaria incluye inspiración, los reformados afirman
que la iluminación en su más alto grado no tiene nada que ver con la
inspiración; pues esta última fue única en su especie, sin igual, dada sólo a
los apóstoles; jamás a otros creyentes.
La diferencia entre los dos puntos de
vista es obvia.
Según el punto de vista ético, las
epístolas son escritos de hombres muy dignos, piadosos y santificados; los
brillantes discursos de creyentes altamente iluminados. Y aún así, habiendo dicho
eso, ellos son falibles después de todo; pueden tener el noventa por cierto de
la verdad bien expresada y correctamente definida; mas la posibilidad de que el
diez por ciento restante esté lleno de errores y fallas aún existe. Aunque
puede haber una o más epístolas infalibles, ¿qué provecho sacamos, si no
sabemos cuál es cual? De hecho, no tenemos certidumbre alguna en cuanto a esto.
Y por esta razón se acepta que en verdad los apóstoles cometieron errores.
De ahí que las iglesias reformadas no
puedan aceptar esta fascinante representación. Las consciencias de los
creyentes siempre protestarán en contra de ella. Lo que esperamos en los “santos
apóstoles” es esta mismísima certidumbre, fiabilidad, y decisión. Al leer su testimonio, queremos
confiar en él. Esta certidumbre ha sido la fortaleza de la Iglesia por todas
las edades.
Sólo esta convicción le ha dado
descanso. Con todas estas teorías que suenan tan hermosas, las cuales desvisten
a la palabra apostólica de su infalibilidad, la Iglesia de hoy siente instintivamente
que se le está usurpando la fiabilidad a su Palabra, a su Biblia.
Así se muestran los santos apóstoles en
sus escritos, y no en otra forma. San Juan, el más amado entre los doce,
testifica que el Señor Jesús le dio a los apóstoles una promesa excepcional,
diciendo, “Él os guiará a toda la verdad,” (Juan 16. 13) una palabra que no
puede aplicarse a otros, sino exclusivamente a los apóstoles. Y otra vez: “Mas
el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os
enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho.” (Juan 14.
26) Esta promesa no es para todos, sino sólo para los apóstoles, la cual les
asegura un don evidentemente distinto que el de la iluminación.
De hecho, esta promesa no era sino la
dotación permanente del don recibido sólo temporalmente cuando salieron en su
primera misión a Israel: “Porque no sois vosotros los que habláis, sino el
Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros.” (Mt. x. 20)
Además, el Señor Jesús no sólo les
prometió que la palabra que saliera de sus bocas sería una palabra del Espíritu
Santo, sino que les concedió tal poder y autoridad personal que sería como si
Dios mismo hablara a través de ellos. De esto testificó San Pablo a la iglesia
de Tesalónica, diciendo: “Por lo cual también nosotros sin cesar damos gracias
a Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros,
la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en
verdad, la palabra de Dios” (1 Ts. 2.
13). Y San Juan nos dice que, tanto antes como después de la resurrección, el
Señor Jesús les dio a Sus discípulos el poder para atar en la tierra, en el
sentido de que su palabra tendría un poder atador para siempre: “A quienes
remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les
son retenidos” (Juan 20. 23) palabras que resultan horribles e insoportables a
menos que se entiendan con la implicancia del perfecto acuerdo entre la mente
de los apóstoles y la mente de Dios. Las palabras de Cristo a Pedro tienen un
significado similar: “Y todo lo que atares en la tierra será atado en los
cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos.” (Mt.
16. 19)
No obstante, al leer y meditar en estas
palabras notables y de mucho peso, seamos cuidadosos de no caer en el error de
Roma ni de por tratar de evitarlo hacer inefectiva la Palabra de Dios. Pues la
Iglesia de Roma aplica estas palabras de Jesús a Sus discípulos, a toda la
Iglesia como institución; y especialmente a Pedro, haciendo que se refiera a
todos los (supuestos) sucesores de Pedro en el gobierno de la Iglesia de Roma.
Si ese fuera en verdad el significado de estas palabras, Roma tendría toda la
razón; así, al Papa se le ha concedido el poder para atar, y a los sacerdotes
de Roma el poder de absolver. Nuestra razón para negar que Roma tenga este
poder no es que los hombres sean incapaces de poseerlo, pues fue dado a los
apóstoles; Pedro era infalible en sus discursos ex cátedra, y los apóstoles podían conceder
absolución. Pero negamos que Roma tenga la más mínima autoridad para conferir este
poder de Pedro al Papa, o el de los apóstoles a los sacerdotes. Ni Mateo 16. 19
ni Juan 20. 23 contienen la más mínima prueba para tal pretensión. Y ya que
ningún hombre tiene la libertad para ejercer ese poder tan extraordinario a
menos que muestre las credenciales de su misión, negamos que Roma esté
calificada para ejercer tal autoridad en papas o sacerdotes, no porque sea
imposible, sino porque Roma no puede justificar tales pretensiones.
Al mismo tiempo, en nuestro
enfrentamiento con Roma, no caigamos en el error opuesto de desacreditar el
sentido claro y directo de la palabra. Esto es lo que hacen los teólogos
éticos; pues no le hacemos justicia a dichas palabras de Jesús si nos negamos a
reconocer una obra del Espíritu Santo enteramente particular, única y
extraordinaria en los apóstoles. Diluimos las palabras de Jesús y violamos su
sentido si no reconocemos que, si los apóstoles aún estuvieran vivos, tendrían
el poder para perdonar nuestros pecados; y que Pedro, si aún estuviera vivo,
tendría el poder y autoridad para promulgar ordenanzas obligatorias para toda
la Iglesia. Las palabras son tan claras, la aptitud otorgada en términos tan
precisos, que no se puede negar que Juan podía perdonar pecados ni que Pedro
tenía el poder para promulgar un decreto infalible. El Señor les dijo a los
discípulos: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes
se los retuviereis, les son retenidos” (Juan 20. 23); y a Pedro: “Y todo lo que
atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la
tierra será desatado en los cielos.” (Mt. 16. 19)
Al reconocer de esta manera la posición
única y el poder extraordinario de los apóstoles, inmediatamente añadimos que
este poder les fue otorgado sólo a ellos y a nadie más.
Enfatizamos esto en oposición a Roma y a
aquellos que aplican las palabras de Cristo las cuales fueron dichas exclusivamente
a Sus discípulos a los ministros y a otros creyentes. Ni Roma ni los teólogos
éticos tienen derecho a hacer esto, a menos que puedan demostrar que el Señor
Jesús les dio tal derecho. Pero no pueden hacerlo. Se debe tener cuidado, por
lo tanto, en la elección de textos, pruebas y citas de la Escritura para
asegurar no sólo qué se dice, sino también a quién se le dice. Así el error en cuanto al
apostolado será pronto superado; y los creyentes verán que los apóstoles ocupan
una posición diferente a la de otros cristianos, que las promesas citadas
tienen un carácter excepcional, y que la Palabra del Señor se malentiende
cuando la inspiración es confundida con la iluminación.
En oposición a estas perspectivas
incorrectas, las cuales suenan a doctrina de Roma clericales en principio y al
mismo tiempo con tendencia hacia el racionalismo nos adjuntamos a la antigua
confesión de la Iglesia Cristiana, la cual declara que, como extraordinarios embajadores
de Cristo, los apóstoles ocuparon una posición única en la raza, en la Iglesia,
y en la historia del mundo, y que fueron vestidos de poderes extraordinarios
que requirieron una operación extraordinaria del Espíritu Santo.
No obstante, no negamos que estos
hombres hayan nacido de nuevo y que hayan tenido parte en la iluminación
celestial; pues para que el nuevo hombre fuera revelado en ellos con poder, el hombre
viejo tuvo que ser quitado. Sin embargo, su estado y condición personal fue la
causa de su continua pecaminosidad hasta la hora en que murieron; por lo tanto,
su autoridad infalible jamás podría haber surgido desde la condición falible de
sus corazones. Incluso si hubiesen sido menos pecaminosos, no se podría dar
cuenta de tal poder. Y si hubiesen caído más profundamente en pecado, esto no
hubiese frustrado la operación del Espíritu Santo con referencia al ejercicio
de esta autoridad. Ellos eran santos porque estaban escondidos en Cristo como
otros cristianos; pero eran santos apóstoles, no sobre la base de su estado y
condición espiritual, sino sólo en virtud de su llamado santo y de la obra del
Espíritu Santo que les fue prometida y otorgada.
Finalmente surge la pregunta de si hubo
alguna diferencia entre la operación de Espíritu Santo en los profetas y en los
apóstoles. La respuesta es afirmativa. Los oráculos de Ezequiel son diferentes
al Evangelio de San Juan. La Epístola a los Romanos da testimonio de una inspiración
diferente a la de las profecías de Zacarías. El libro de Apocalipsis prueba indudablemente
que los apóstoles también eran susceptibles a inspiración por medio de visiones;
el libro de Hechos da evidencia de que en esos días también hubo señales maravillosas;
San Pablo también habla de visiones y éxtasis. Y aún así, el tesoro colectivo
que hemos heredado bajo el nombre de los apóstoles da evidencia de que la
inspiración del Nuevo Testamento tiene un carácter distinto al del Antiguo
Testamento. Y la diferencia principal consiste en el hecho poderoso del
derramamiento del Espíritu Santo.
Los profetas fueron inspirados antes de
Pentecostés, y los apóstoles después de él. Este hecho está destacado con tanta
fuerza en la historia de su misión, que antes de Pentecostés los apóstoles se
encuentran quietos, y luego de él se muestran en su rol apostólico ante el mundo.
Y ya que en el derramamiento el Espíritu Santo vino a morar en el cuerpo de
Cristo, al cual ya había estado preparando, es obvio que la diferencia de
inspiración en el Antiguo y Nuevo Testamento consiste en el hecho que, en el
primero, la inspiración fue forjada en los profetas desde fuera, mientras que en el último fue forjada
en los apóstoles desde dentro, proveniente del cuerpo de Cristo.
Y esta es la razón por la cual los
profetas nos dan más o menos la impresión de haber recibido una inspiración
independiente de su vida personal y espiritual, mientras que la inspiración en los
apóstoles actúa casi siempre a través de la vida del alma. Es este mismísimo
hecho el que le da pie al error de la perspectiva ética. Seguramente la persona
y su condición son mucho más prominentes en los apóstoles que en los profetas.
No obstante, tanto en el profeta como en el apóstol, la inspiración es esa
operación completamente extraordinaria del Espíritu Santo por medio de la cual,
de una manera incomprensible para nosotros y no siempre consciente para ellos,
fueron resguardados de la posibilidad de error.
D. ¿APÓSTOLES HOY?
“¿No soy apóstol? ¿No soy libre? ¿No he
visto a Jesús el Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?” 1 Cor.
9. 1.
No podemos abandonar el tema del
apostolado sin un último vistazo al círculo de sus miembros. Pues este es un
círculo cerrado; y todo esfuerzo por reabrirlo tiende a
borrar una característica del Nuevo Pacto.
Aun así, el esfuerzo se hace una y otra
vez. Lo vemos en la sucesión apostólica romana; en la perspectiva ética, la
cual borra gradualmente la línea divisoria entre apóstoles y creyentes; y en su
forma más fuerte y concreta, entre los irvingitas.
Estos últimos dicen, no sólo que el
Señor dio a Su Iglesia un colegio de apóstoles en el principio, sino que ahora
ha llamado a un cuerpo de apóstoles en Su Iglesia para preparar a Su pueblo
para lo que viene.
No obstante, esta posición no puede ser
sostenida con éxito. Ni en los discursos de Cristo, ni en las epístolas de los
apóstoles, ni en el Apocalipsis encontramos la más mínima sugerencia a tal
evento. Repetidamente se habla del fin de todas las cosas. El Nuevo Testamento
da cuenta frecuentemente de los eventos y señales que han de preceder al
retorno del Señor. Se encuentran registrados tan cuidadosamente que algunos
llegan a decir que se puede saber la fecha exacta de cuándo ocurrirán. Y aun
así, en medio de todas estas profecías, no se encuentra la más mínima pista
acerca de un apostolado subsiguiente. En el panorama de las cosas que han de
venir, literalmente no hay espacio para tal cosa.
Ni siquiera los resultados han
satisfecho las expectativas de estos hermanos. Su apostolado ha sido una
tremenda desilusión. Sus logros son prácticamente nulos. Ha venido y se ha ido
sin dejar rastro. No negamos que algunos de estos hombres hayan hecho cosas
maravillosas; pero se debe notar, en primer lugar, que las señales hechas
estuvieron muy por debajo de las de los apóstoles; en segundo lugar, que el
pastor Blumhardt también ha hecho señales que merecen ser destacadas; en tercer
lugar, que de vez en cuando la Iglesia Católica Romana también muestra señales
que no son fingidas ni artificiales; y, por último, que el Señor nos advirtió
en Su Palabra acerca de hombres que harán señales, pero que no vendrán de parte
Suya.
Además, no olvidemos que los apóstoles
de los irvingitas carecen completamente de las marcas del apostolado. Estas
eran:
(1) un llamado directo del Rey de la
Iglesia;
(2) una calificación particular del Espíritu
Santo que los hiciera infalibles en el servicio a la Iglesia.
Estos hombres carecen de ambas. Nos
cuentan, de hecho, de haber recibido un llamado por boca de profetas; pero esto
no sirve de nada, pues el llamado de un profeta no es igual al llamado directo
de Cristo; y, otra vez, el nombre “profeta” es demasiado engañoso. La palabra profeta
tiene, en la Escritura, una amplia aplicación, y ocurre se usa tanto en un
sentido limitado
como en uno general. El primero involucra la revelación de
un conocimiento que la mera iluminación no puede suplir; mientras que el último
se aplica a hombres que hablan en éxtasis santo para alabanza de Dios.
Aceptamos que el profetizar, en el sentido general, es un charisma permanente
de la Iglesia; por esa razón los reformadores del siglo dieciséis intentaron revivir
este oficio.
Por tanto, si los irvingitas creen que
la actividad profética ha revivido en sus círculos, no lo disputaremos; aunque
no podemos decir que los informes de sus profecías han tenido un efecto
abrumador sobre nosotros. De todas formas, aceptemos que tal don ha sido restaurado.
Pero entonces debemos preguntar: ¿Qué han ganado con él? Pues no hay la más mínima
prueba de que estos profetas y profetizas sean como sus predecesores en el
Antiguo Testamento. La voluntad oculta de Dios no les ha sido revelada. Si es
que verdaderamente son profetas, entonces su profecía es meramente un hablar
para alabanza de Dios en un estado de éxtasis espiritual.
La inutilidad de la apelación a tales
profetas para apoyar a este nuevo apostolado es evidente.
Este es, meramente, el esfuerzo para
sostener un apostolado insostenible por medio de un profetismo igualmente
insostenible.
Tampoco se debe olvidar que las labores
de estos supuestos apóstoles no han cumplido con sus propios programas. Han
fracasado en ejercer influencia perceptible alguna en el curso de las cosas.
Las instituciones fundadas por ellos no han superado a ninguna de las nuevas organizaciones
eclesiales de este siglo en ningún aspecto. No han establecido ningún nuevo principio;
sus labores no han manifestado ningún nuevo poder. Todo lo que han hecho ha carecido
del sello de origen divino. Y prácticamente todos estos nuevos apóstoles han
muerto, no en cruces ni en hogueras como los doce genuinos, sino es sus propios
lechos, rodeados por sus amigos y admiradores.
No obstante, esto no es todo. El nombre
de apóstol puede tomarse:
(1) en el sentido de ser llamado
directamente por Jesús a ser embajador de Dios, o:
(2) en un sentido general, refiriéndose a
todo hombre enviado por Jesús a Su viña; pues la palabra apóstol significa “uno
que es enviado.”
En Hechos 14. 14, Bernabé es llamado
apóstol: no porque haya sido parte de los doce, sino meramente para indicar que
fue enviado por el Señor como Su misionero y embajador. En Hechos 13. 1, 2, Bernabé
es mencionado antes de Saulo, al cual ni siquiera se le llama por su nombre
apostólico; todo esto muestra que este llamado del Espíritu Santo tenía un
carácter temporal solamente, teniendo en vista sólo esta misión especial. Por
esta razón, el Señor Jesucristo, Aquel enviado por el Padre, el gran Misionero
en este mundo, el Embajador de Dios a Su Iglesia, es llamado Apóstol: “Por
tanto, hermanos santos, considerad al Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra profesión,
Cristo Jesús” (Heb. 3. 1).
Si los irvingitas hubiesen llamado
apóstoles a los grandes reformadores del siglo dieciséis, o a algún líder de
iglesia prominente en el presente tiempo, no se podría hacer gran objeción.
Pero no es esto lo que ellos quieren decir. Ellos presumen que estos nuevos apóstoles
deberán presentarse frente a la Iglesia con un carácter peculiar, al mismo
nivel que los primeros apóstoles, aunque con una tarea diferente. Y esto es
inaceptable. Pues estaría en directa oposición a la declaración apostólica de 1
Cor. 4. 9: “Porque según pienso, Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles
como postreros, como a sentenciados a muerte.” ¿Cómo podría Pablo hablar de los
postreros apóstoles si Dios tuviera contemplado en Su plan enviar a otros doce
apóstoles al mundo después de dieciocho siglos?
En vista de esta palabra positiva del
Espíritu Santo, dirigimos a todos aquellos en contacto con los irvingitas a lo
que la Escritura dice acerca de los hombres que se hacen llamar apóstoles pero
no lo son: “Porque éstos son falsos apóstoles, obreros fraudulentos, que se
disfrazan como apóstoles de Cristo.” También, el Señor Jesús testifica a la
iglesia de Éfeso: “Has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y
los has hallado mentirosos.”
La noción de que los falsos apóstoles deben
ser algo así como demonios encarnados no se aplica de ninguna manera a los
tranquilos, respetables y venerables hombres vistos frecuentemente en los
círculos de los irvingitas. Pero, lejos de esta noción absurda, y considerando
que los falsos profetas del Antiguo Testamento se parecían tanto a los verdaderos
que incluso el pueblo de Dios fue engañado por ellos, podemos entender que los falsos
apóstoles del tiempo de San Juan pudieran ser detectados sólo por un
discernimiento espiritual más alto: y que los supuestos apóstoles del siglo
diecinueve, quienes por su similitud a los doce genuinos cegaron los ojos de
los más superficiales, pueden ser detectados sólo por criterio de la Palabra de
Dios. Y esa Palabra declara que los doce del tiempo de San Pablo fueron los últimos apóstoles, lo cual cierra la
conversación con este supuesto apostolado.
Este error de los irvingitas no es, por
tanto, algo tan inocente. Es fácil explicar cómo se originó.
El desdichado y deplorable estado de la
Iglesia necesariamente da espacio al origen de sectas.
Y de corazón reconocemos que los
irvingitas han enviado muchas advertencias y reprensiones bien merecidas a
nuestra superficial y dividida Iglesia. Pero estas buenas acciones no
justifican por ningún motivo el llevar a cabo las cosas que la Palabra de Dios
condena; y aquellos que se han dejado llevar por tales enseñanzas tarde o
temprano experimentarán su resultado fatal. Ya es manifiesto que este
movimiento, el cual comenzó en medio de nosotros bajo el pretexto de la unión
de una iglesia dividida por medio de la reunión del pueblo de Dios, ha logrado
sólo un poco más que la adición de otra secta al gran número de ellas,
robándole así a la Iglesia de Cristo sus excelentes poderes y
desperdiciándolos.
El apostolado era un círculo cerrado y
no una teoría flexible, como lo demuestra Hechos i. 25:
“Tú, Señor, muestra cuál de estos dos
has escogido, para que tome la parte de este ministerio y apostolado”; y
también las palabras de San Pablo (Rom. 1. 5): “Por quien recibimos la gracia y
el apostolado”; y también (1 Cor. 9. 2): “Porque el sello de mi apostolado sois
vosotros en el Señor”; y finalmente en Gal. 2. 8: “Pues el que actuó en Pedro
para el apostolado de la circuncisión, actuó también en mí para con los
gentiles.” Y, nuevamente, es evidente por el hecho de que los apóstoles siempre
aparecen como los doce; y por haber sido especialmente elegidos e instalados
por Jesús, el cual por Su aliento les dio el don oficial del Espíritu Santo; y por
los poderes y dones excepcionales relacionados con el apostolado. Y es
especialmente desde este lugar conspicuo en la venida del Reino de nuestro
Señor Jesucristo de donde el apostolado recibe su carácter categórico. Pues la
Santa Escritura enseña que los apóstoles se sentarán sobre doce tronos y
juzgarán a las doce tribus de Israel; y también que la Nueva Jerusalén tiene
“doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del
Cordero.” (Ap. 21. 14)
San Pablo, en su propia persona, nos da
la prueba más convincente de que el apostolado era un grupo cerrado. Si no
hubiese sido así, jamás habría habido contienda alguna sobre si él era verdaderamente
o no un apóstol. Aun así, gran parte de la Iglesia se negó a aceptar su apostolicidad.
Él no formó parte de los doce; no caminó al lado de Jesús; ¿cómo podría ser un apóstol?
Contra esto luchó San Pablo levantó su voz tantas veces y con tanta energía y
valor.
Este hecho es la clave para el correcto
entendimiento de sus epístolas a los corintios y a los gálatas. Estas brillan
con un santo celo por la realidad de su apostolicidad; pues él estaba profundamente
convencido de que era un apóstol tal cual Pedro y los otros. No en virtud de mérito
personal; en sí mismo no había nada digno como para ser llamado apóstol. 1 Cor.
15. 9. Pero tan pronto como su oficio se veía atacado, Pablo saltaba como un
león, porque era el honor de su Maestro el que se veía afectado, el honor de
Aquel que se le apareció en el camino a Damasco; no, como se dice normalmente,
para convertirlo pues esta no es obra de Cristo, sino del Espíritu
Santo—sino para designarlo como
apóstol en aquella Iglesia a la cual estaba asolando.
En cuanto a la pregunta de cómo la
adición de San Pablo a los doce es consistente con tal número, estamos
convencidos que el nombre de Pablo, y no el de Matías, es el que está escrito
sobre los cimientos de la Nueva Jerusalén junto con los de los demás; y que, no
Matías, sino San Pablo se sentará a juzgar a las doce tribus de Israel. Tal
como una de las tribus de Israel fue reemplazada por otras dos, así también con
respecto al apostolado; pues así como Simeón cayó y Manasés y Efraín le
sustituyeron, Judas fue reemplazado por Matías y Pablo.
No queremos decir que los apóstoles se
hayan equivocado al elegir a Matías para ocupar el puesto vacante que dejó
Judas al suicidarse. Por el contrario, el número apostólico no podía esperar
hasta la conversión de San Pablo. La vacante debía ser ocupada inmediatamente.
Pero se podría decir que cuando los
discípulos eligieron a Matías, tuvieron una concepción demasiado pequeña de la
bondad de su Señor. Supusieron que por Judas recibirían a Matías, mas ¡he aquí!
Jesús le dio a Pablo. En cuanto a Matías, la Escritura no vuelve a mencionar su
elección. Y aunque para la Iglesia de los últimos tiempos el apostolado sin San
Pablo sea inimaginable, y aunque esta haya dado a su persona el primer lugar
entre los apóstoles, y a sus escritos la más alta autoridad entre las
Escrituras del Nuevo Testamento, a la persona de Matías su elección al
apostolado debe haberle brindado el más alto honor. El apostolado es un lugar
tan alto que el hecho de haber sido identificado con él, incluso temporalmente,
imparte mucho más realce al nombre de un hombre que una corona real.
NOTAS
1. Ver sección 5 en el Prefacio. Trad.
2. La verdad de esto es visible en el
Ejército de Salvación, el nuevo exponente del metodismo. Este niega los
sacramentos, se aísla de las iglesias, y parece no importarle la verdad en la
confesión, pues no tiene confesión alguna. —Trad.
3. Los irvingitas son conocidos en
Inglaterra y en Norteamérica como la Iglesia Católica Apostólica. TRAD.