A. LA IGLESIA DE CRISTO
“Y el Espíritu es el que da testimonio,
porque el Espíritu es la verdad.” 1 Juan 5. 6.
Ahora procedemos a examinar el trabajo
del Espíritu Santo en la Iglesia de Cristo.
Aun cuando el Hijo de Dios ha tenido una
Iglesia en la tierra desde el principio, las Escrituras hacen la distinción en
su manifestación antes y después de Cristo. Tal como la bellota, plantada en la
tierra, existe, aunque pasa por los dos períodos de germinación y enraizamiento
y luego de crecimiento hacia arriba formando el tronco y las ramas, así también
la Iglesia. En un principio escondida en la tierra de Israel, envuelta en los
pañales de su existencia nacional, fue sólo en el día de Pentecostés que fue
manifestada en el mundo.
No es que la Iglesia fue fundada sólo en
Pentecostés; esto sería una negación de la revelación del Antiguo Pacto, una
falsificación de la idea de Iglesia, y una aniquilación de la elección de Dios.
Solamente decimos que ese día se convirtió en la Iglesia para
el mundo.
Y en ella el Espíritu Santo ha realizado
una obra extremadamente exhaustiva.
No así su formación, ya que ese es el
trabajo del Dios Trino en el decreto divino; o, hablando de forma más precisa,
de Jesús el Rey cuando compró a Su pueblo con Su propia sangre.
En efecto, el Espíritu de Dios regenera
a los elegidos, a quienes desde un principio no encuentra en el mundo, sino en
la Iglesia. Toda representación de que el Espíritu Santo reúne a los elegidos
sacándolos desde un mundo perdido, y de esa forma trayéndolos a la Iglesia, se opone
a la representación bíblica de la Iglesia como organismo. La Iglesia de Cristo
es un cuerpo, y como los miembros nacen desde el cuerpo mismo y no son sumados
a él desde afuera, de la misma forma se debe buscar la semilla de la Iglesia en
la Iglesia misma y no en el mundo. El Espíritu Santo obra solamente sobre lo
que ha sido santificado en Cristo. De ahí que nuestro orden de Bautismo dice:
“¿Reconoces que aunque nuestros hijos son concebidos y nacen en pecado y por lo
tanto son objeto de toda miseria, verdaderamente a la condenación misma; así y
todo son santificados en Cristo?
No obstante, ya que la regeneración
corresponde a Su obra sobre el individuo, y ahora estamos considerando Su obra
en la Iglesia como un todo, como una comunidad, dirigimos nuestra
atención en primer lugar a su obra de conferir dones espirituales,
específicamente aquellos llamados “charismata.” Algunos pasajes del Nuevo
Testamento hablan de los regalos ofrecidos a Dios (Mat. 5. 23): "Por
tanto, si traes tu ofrenda al altar"; o regalos entregados a otros (2 Cor.
8. 9) y Fil. 4. 17) y el don de la salvación; pero no estamos considerando
esos.
Un don ofrecido a Dios en griego es
llamado "doron"; conferido a otros, comúnmente es llamado
"charis"; mientras que el don de gracia,
usualmente es llamado "dorea." Por lo tanto estos dones son
distintos de los que ahora ocupan nuestra atención. Y la diferencia se ve de forma
más clara cuando comparamos el don del Espíritu Santo
con los dones
espirituales. El Espíritu Santo mismo es un
don de gracia. Pero cuando Él confiere dones espirituales, nos adorna con
ornamentos santos. El primero se refiere a nuestra salvación; los segundos a nuestros talentos.
En referencia a nuestra salvación, las
Escrituras lo llaman un don gratuito y misericordioso, generalmente “dorea” en griego, que, viniendo de una raíz
que significaba dar,
indica que no tenemos derecho a él, no habiéndolo merecido o comprado, sino que
es un bien
regalado. San Pablo exclama: “Gracias a
Dios por su don inefable,” es decir, de salvación (2 Cor. 9. 15). Y nuevamente:
“Abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de
un hombre, Jesucristo." “Mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo,
los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia.” (Rom. V.
15, 17). Por último: “Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a
la medida del don de Cristo." (Ef. 4. 7).
La misma expresión es usada
invariablemente en la entrega del Espíritu Santo: “y recibiréis el don del
Espíritu Santo.” (Hechos 2. 38). Y: “De que también sobre los gentiles se
derramase el don del Espíritu Santo.” (Hechos 10. 45). Por consiguiente se debe
destacar cuidadosamente que esto no tiene nada que ver con el tema bajo
consideración. Cuando San Pablo habla de la fe como un don de Dios, él se
refiere a nuestra salvación y a la obra salvadora de Dios en el alma.
Pero los dones a los cuales ahora nos referimos son totalmente distintos. No
son para salvación, sino para la gloria de Dios. Son prestados a nosotros como
ornamentos, para que podamos mostrar su belleza en forma de talentos para
obtener otros talentos de ahí en adelante. Son acciones adicionales de gracia; los cuales no pueden tomar el
lugar de la obra adecuada de la gracia para salvación, ni pueden confirmarla,
ya que tienen un propósito totalmente distinto. La obra de la gracia es para
nuestra propia
salvación, gozo y edificación; los
charismata nos son dados para otras personas. Lo primero implica que hemos recibido
el Espíritu Santo; lo segundo que Él nos imparte dones.
Para ser precisos, los charismata son
dados a las iglesias, no a las personas individuales.
Cuando un comandante selecciona y
entrena a hombres para ser oficiales en el ejército, es evidente que no hace
esto para el placer, honor o enaltecimiento personal de ellos, sino para la eficiencia
y honor del ejército. Él puede buscar a hombres con talento para el servicio
militar y entrenarlos e instruirlos; pero él no puede crear tales talentos. Si
esto fuera posible, todo rey dotaría a sus generales con la genialidad de un
Von Motke y cada almirante sería un De Ruyter.
Pero Jesús no está limitado de esta
forma. Él es independiente; a Él le es dado todo poder tanto en el cielo como
en la tierra. Él puede crear talentos e impartirlos libremente a quien sea.
Por consiguiente, sabiendo lo que la
Iglesia necesita para su protección y edificación, Él puede proveer
completamente para sus necesidades. Su propósito no es meramente agradar o enriquecer
a ciertos individuos, menos aún darle a algunos lo que les niega a otros; más
bien, con las personas que han sido dotadas, el adornar y favorecer a toda la
Iglesia. No ponemos una lámpara sobre
la mesa para mostrarle a ella un favor especial o porque sea mejor que la silla
o la estufa; sino simplemente porque así cumple su propósito y toda la
habitación es iluminada. El considerar los charismata como un mero adorno o
beneficio para la persona que los recibe sería tan absurdo como decir: “Yo
enciendo el fuego no para calentar la habitación, sino la estufa”; y el envidiar los charismata dados a
otros en la Iglesia sería igual de insensato que la mesa envidiara a la estufa
porque esta recibe todo el fuego.
Los charismata, entonces, deben ser considerados
en un sentido económico. La Iglesia es un gran casa con muchas necesidades; una
institución que se hace eficiente a través de muchas cosas. Ellos son para la
Iglesia lo que la luz y el combustible son para el hogar; no existiendo para sí
mismos, sino para la familia, debiendo ser dejados de lado cuando los días son
largos y cálidos. Esto es aplicable directamente a los charismata, muchos de
los cuales, dados a la Iglesia apostólica, no son de ayuda para la Iglesia de
hoy.
Estos charismata indudablemente tienen,
en algún grado, un carácter oficial. Dios ha instituido oficios en la Iglesia;
no de forma mecánica o dependiendo de formalidades externas; tal concepción
poco espiritual es ajena a las Escrituras. Pero tal como hay una división del trabajo
en el ejército, así también en la Iglesia.
Consideremos, por ejemplo, el cuerpo.
Debe ser cuidado de las lesiones; la sangre debe ser trasportada a los músculos
y nervios; la sangre venal debe ser convertida en arterial; los pulmones deben
inhalar aire puro, etc. Todas estas actividades dependen de los diferentes miembros
del cuerpo. Los ojos y el oído vigilan; el corazón bombea la sangre; los
pulmones proveen el oxígeno, etc. Y esto no puede ser modificado
arbitrariamente. Los pulmones no pueden vigilar; los ojos no pueden proveer de
oxígeno; la piel no puede bombear la sangre. Por consiguiente, esta división de
trabajo no es ni arbitraria, por consentimiento mutuo, ni tiene que ver con el
gusto; sino que es divinamente ordenada, y esta ordenanza no debe ser ignorada.
Por lo tanto, los ojos tienen la función
y el don de vigilar el cuerpo; el corazón de hacer circular la sangre; los
pulmones de proveer aire puro; etc.
Y esto es aplicable a la Iglesia en todo
sentido. El gran cuerpo requiere que se hagan muchas y variadas cosas para el
bienestar común. Hay necesidad de una guía, de que se profetice, del heroísmo;
la misericordia debe ser ejercitada, los enfermos deben ser sanados, etc. Y
esta gran tarea mutua el Señor la ha divido entre muchos miembros. Él le ha
dado a Su cuerpo, la Iglesia, ojos, oídos, manos y pies; y a cada uno de estos
miembros orgánicos una tarea, un llamado y un oficio en particular.
De ahí, que el ser llamado a un oficio
significa simplemente el ser comisionado por Jesús, el Rey, con una tarea
claramente definida. Tú has trabajado. Muy bien, pero ¿de qué forma? ¿De forma
impulsiva, o en obediencia a la comisión de Quien te envió? Esto hace toda la
diferencia.
El Rey podrá enviarnos de forma
ordinaria o extraordinaria. Zacarías era sacerdote de la clase de Abías; pero
su hijo Juan fue el heraldo de Cristo mediante una revelación extraordinaria.
El levita servía por derecho de sucesión; el profeta porque era escogido de
Dios. Pero esto no cambia nada; sea llamado de una forma u otra, la función
sigue siendo la misma, siempre y cuando tengamos la seguridad de que el Rey
Jesús nos ha llamado y ordenado.
Por esta razón nuestros padres hablaban
devotamente de un oficio de todos los creyentes. En la Iglesia de Cristo no hay meramente
unos pocos funcionarios y una masa de sujetos ociosos e indignos, sino que todo
creyente tiene un llamado, una tarea, una comisión vital. Y en la medida que
somos convencidos de que realizamos la tarea porque el Rey nos la ha entregado no
para nosotros mismos, ni por un motivo filantrópico, sino para servir a la
Iglesia, nuestro trabajo tiene un carácter oficial, aunque el mundo nos niegue
este honor.
B. DONES ESPIRITUALES
"Procurad, pues, los dones mejores.
Mas yo os muestro un camino aun más excelente." 1
Cor. 12. 31.
Los charismata o dones espirituales son
el medio y el poder divinamente ordenados a través de los cuales el Rey faculta
a Su Iglesia para realizar Su tarea sobre esta tierra.
La Iglesia tiene un llamado en el mundo.
Está siendo atacada violentamente no sólo por los poderes de este mundo, sino
aun más por los poderes invisibles de Satanás. No hay descanso permitido.
Negándose a admitir la victoria de Jesús, Satanás cree que el tiempo que le
queda aún puede traerle victorias. De ahí su incansable rabia y furia, sus
incesantes ataques sobre las ordenanzas de la Iglesia, su constante afán de
dividirla y corromperla y su varias veces repetida denegación de la autoridad y
señorío de Jesús sobre Su Iglesia. Aunque jamás tendrá éxito completamente, sí
logra su cometido hasta cierto punto. La historia de la Iglesia en todos los
países es prueba de ello; demuestra que un estado satisfactorio de la Iglesia
es altamente excepcional y de corta duración, y que por ocho siglos, de un
total de diez, este ha sido triste y deplorable, motivo de vergüenza y profundo
dolor por parte del pueblo de Dios.
Y aun así en medio de esta batalla tiene
un llamado que cumplir, una tarea designada la cual llevar a cabo. A veces
podría consistir en ser tamizada como el trigo, como en el caso de Job, para
mostrar que gracias a la virtud de la oración de Cristo, la fe no puede ser
destruida en su seno. Pero cualquiera fuese la forma de la tarea, la Iglesia
siempre necesita poder espiritual para realizarla; un poder que no está en sí
misma, sino que debe ser provisto por el Rey.
Todo medio provisto por el Rey para
realizar Su obra es un charisma, un don de gracia. De ahí la conexión interna
entre obra,
oficio y don.
De ahí que San Pablo dice: “Pero a cada
uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho.” (1 Cor. 12. 7) o
sea, para el bien común (ðñïò ro avpotpov) (1 Cor. 12. 7). Y, nuevamente de
forma más clara aún: "Así también vosotros; pues que anheláis dones espirituales,
procurad abundar en ellos para edificación de la iglesia." (1 Cor. 14. 12). De ahí la petición,
"Venga tu reino," la cual el Catecismo de Heidelberg interpreta como:
"Reina de tal modo sobre nosotros por tu Palabra y Espíritu, que nos
sometamos cada vez más y más a ti.
Conserva y aumenta tu Iglesia. Destruye
las obras del diablo y todo poder que se levante contra ti, lo mismo que todos
los consejos que se tomen contra tu Palabra, hasta que la plenitud de tu reino
venga, cuando Tú serás todo en todos."
Está mal, por lo tanto, el estimar en
demasía y por sí solas las vidas de creyentes de forma individual, separándolas
de la vida de la Iglesia. Ellas existen sólo en conexión con el cuerpo y de esa
forma se convierten en participantes de los dones espirituales. El Catecismo de
Heidelberg confiesa, en este sentido, la comunión de los santos: “Primero, que
todos los fieles en general y cada uno en particular, como miembros del Señor
Jesucristo, tienen la comunión de Él y de todos sus bienes y dones. Segundo,
que cada uno debe sentirse obligado a emplear con amor y gozo los dones que ha
recibido, utilizándolos en beneficio de otros y para la salvación de los
demás." La parábola de los talentos apunta a lo mismo; ya que el siervo
que con su talento fracasa en servir a los demás, recibe un juicio terrible.
Aun el don oculto debe ser estimulado, como dice San Pablo; no para jactarse de
él o alimentar nuestro orgullo, sino porque es del Señor y es dado a la
Iglesia.
Cuando San Juan escribe, “Pero vosotros
tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas." (1 Juan 2. 20), y
"no tenéis necesidad de que nadie os enseñe" (1 Juan 2. 27), no quiere
decir que cada creyente de forma individual posea la unción completa y por lo
tanto conozca todas las cosas. Porque si esto fuera cierto, ¿quién no
renunciaría a la esperanza de salvación, ni se atrevería a decir: “Yo tengo la
fe”? Es más, ¿cómo podría la afirmación, “no tenéis necesidad de que nadie os
enseñe,” ser reconciliada con el testimonio del mismo apóstol, de que el
Espíritu Santo capacita a los maestros designados por Jesús mismo? No el creyente
como individuo, sino toda la Iglesia como cuerpo posee la unción completa del
Santo y conoce todas las cosas. La Iglesia como cuerpo no necesita que alguien
de afuera venga a enseñarle; ya que posee todo los tesoros de la sabiduría y el
conocimiento, estando unida con la Cabeza, quien es el reflejo de la gloria de
Dios, en quien habita toda sabiduría.
Y esto no es aplicable sólo a la Iglesia
de un período específico, sino a la de toda la historia. La Iglesia de hoy es
la misma que la del tiempo de los apóstoles. La vida vivida entonces es la vida
que la inspira hoy. Las ganancias obtenidas hace dos siglos pertenecen a su
tesorería, al igual que las recibidas hoy. El pasado es su capital. La
maravillosa y gloriosa revelación recibida por la Iglesia del primer siglo fue
dada, a través de ella, para la Iglesia de toda la historia y sigue siendo
eficaz. Y toda la fortaleza espiritual y el entendimiento, la gracia interior, la
conciencia más clara, recibidas a lo largo de la historia, no están perdidas,
mas forman un tesoro acumulado que sigue creciendo aún gracias a las siempre
renovadas adiciones de dones espirituales.
Quien reconoce y acepta este hecho se ve
enriquecido y ciertamente bendecido. Porque esta visión apostólica del tema nos
hace estar agradecidos por los dones de nuestro hermano, que bajo otras
circunstancias podríamos envidiar; en la medida en la cual esos dones no nos
empobrezcan sino que nos enriquezcan. En una ciudad puede haber doce ministros
de la Palabra, todos dotados en distintos sentidos. Según el hombre natural,
cada uno estará envidioso de los dones de su hermano y temerá que sus dones
superen a los suyos. No así entre los siervos del Señor mismo. Ellos sienten
que juntos sirven a un mismo Señor y un rebaño, y bendicen a Dios por darles en
conjunto
lo que el liderazgo y la
alimentación del pueblo requieren. En un ejército, el artillero no está
envidioso del soldado de caballería, ya que sabe que este último está para su
protección en la hora del peligro.
Más aún, este punto de vista apostólico
excluye el aislamiento; ya que crea el deseo de hermandad con hermanos
distantes, aun cuando anden en caminos más o menos distintos.
Bíblicamente, es imposible limitar la
Iglesia de Cristo a una pequeña comunidad propia. Está en todos lados, en todas
partes del mundo; y sea cual sea su forma externa, frecuentemente cambiante,
muchas veces impura, aun así los dones, dondequiera que sean recibidos, aumentan
nuestras riquezas.
Este punto de vista apostólico también
está en contra de la tonta noción de que por dieciocho siglos la Iglesia no ha
recibido dones de ningún tipo; y dado eso, tal como la Iglesia primitiva, cada
uno de nosotros debe tomar su Biblia para formular su propia confesión. Ese
punto de vista hace que uno esté tan intensamente consciente de la comunión de
los dones espirituales que no puede sino apreciar el tesoro acumulado de la
Iglesia a lo largo de los siglos. De hecho, la Iglesia de Cristo ha recibido
dones espirituales en gran abundancia; y hoy tenemos a disposición no sólo los
dones de las Iglesias en nuestra propia ciudad, sino también los dados a las
Iglesias en otros lados y el capital histórico acumulado durante dieciocho
siglos.
Por consiguiente, el tesoro de cada
iglesia en particular consiste de tres partes: Primero, de los charismata en su propio
círculo cercano; en
segundo lugar, de aquellos dados a otras iglesias; y por último, aquellos recibidos desde
los
tiempos de los apóstoles.
Según su naturaleza, estos dones
espirituales pueden ser divididos en tres clases: los oficiales, los extraordinarios
y los comunes.
San Pablo dice: "Porque a éste es
dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el
mismo Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu; y a otro, dones de sanidades por
el mismo Espíritu. A otro, el hacer milagros; a otro, profecía; a otro,
discernimiento de espíritus; a otro, diversos géneros de lenguas; y a otro,
interpretación de lenguas. Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo
Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere." (1 Cor. 12.
8-11). De la misma manera le habla el apóstol a la Iglesia en Roma: "De manera
que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de
profecía, úsese conforme a la medida de la fe; o si de servicio, en servir; o
el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que
reparte, con liberalidad; el que preside, con solicitud; el que hace misericordia,
con alegría." (Rom. 12. 6-8).
De estos pasajes es evidente que entre
estos charismata San Pablo asigna el primer lugar a los dones correspondientes
al servicio común de la Iglesia a través de sus ministros, ancianos y diáconos.
Ya que cuando menciona la profecía, está hablando de la predicación viva, en la
cual el predicador se siente animado e inspirado por el Espíritu Santo. Con “enseñanza” quiere decir el hacer un catequismo
común. Con “servicio” se refiere a la administración de los
temas temporales de la Iglesia.
El “repartir” hace referencia a
preocuparse por los pobres y los abatidos. “El que preside” se refiere a los
dirigentes a cargo del gobierno de la Iglesia. Estos son los oficios comunes
que abarcan el cuidado de los asuntos espirituales y temporales de la Iglesia.
Luego sigue una serie diferente de charismata, es decir, dones de lenguas,
sanidades, discernimiento de espíritus, etc. Estos dones no-oficiales se
dividen en dos clases aquellos que fortalecen los dones de la gracia salvadora
y aquellos que son aparte de la gracia de la salvación.
Los primeros son, por ejemplo, la fe y
el amor. Sin fe nadie puede ser salvo. Por lo tanto es lo que le corresponde a
todos los hijos de Dios y como tal no es "charisma," sino un "doron." Pero mientras todos tienen fe,
Dios es libre para dejarla manifestarse a sí misma de forma más fuerte en unos que en
otros. Por una parte las Escrituras dicen: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás
salvo, tú y tu casa.” (Hechos 16. 31); y por otra parte: "Porque de cierto
os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate
de aquí allá, y se pasará." (Mateo. 17. 20). La primera funciona
internamente y la segunda externamente. Por esta razón San Pablo habla no sólo
de ministerios
y dones, sino también de “manifestaciones,” que consisten en un ejercicio más
vigoroso de la gracia que el creyente ya posee como tal.
Cuando la fe de muchos se debilita, el
Señor frecuentemente concede manifestaciones extraordinarias de fe a algunos,
para así refrescar y consolar a otros. Lo mismo es cierto del amor, que también
le corresponde a todos, pero no con el mismo grado de eficacia. Y donde el amor
de muchos se enfría, el Señor a veces lo aviva en unos pocos a tal punto que
otros lo ven y son llevados a sentir una envidia santa.
Además de estos charismata comunes, que son sólo manifestaciones más
energéticas de lo que todo creyente posee en sus rudimentos, el Señor también
le ha dado dones extraordinarios a su Iglesia, obrando en parte en el
área espiritual y en parte en el área física. A estos últimos pertenecen los
charismata de dominio propio y de sanidad de los enfermos. De los primeros
habla Cristo en Mateo. 19. 12, donde llama a tales personas "eunucos por
causa del reino de los cielos.” San Pablo dice que por causa del hermano débil
se abstendrá de comer carne; y nuevamente, que golpea su cuerpo, y lo pone en
servidumbre, etc. El charisma de sanidad se refiere al glorioso don de sanar a
los enfermos: no sólo a aquellos que sufren de dolencias nerviosas y
enfermedades sicológicas, quienes son más susceptibles a influencias espirituales,
sino también a aquellos cuyas enfermedades están completamente fuera del ámbito
espiritual.
De una naturaleza totalmente diferente
son los charismata extraordinarios, puramente espirituales, de los cuales San Pablo menciona
cinco: sabiduría, ciencia, discernimiento de espíritus, lenguas y su
interpretación. Estos también pueden ser divididos en dos clases, considerando
que los primeros tres mencionados también se encuentran, aunque en forma distinta,
fuera
del Reino de Dios; y los dos
últimos, que presentan un fenómeno absolutamente particular, dentro del Reino. La sabiduría, la ciencia, y
el discernimiento de espíritus existen aun entre los paganos y son muy
admirados por aquellos que rechazan a Cristo. Pero esos dones naturales ocurren
en la Iglesia de una forma distinta.
El charisma de la sabiduría le permite a
uno sin mucha investigación, con gran discreción y claridad, entender
condiciones y ofrecer consejos juiciosos. La ciencia es un charisma a través
del cual el Espíritu Santo le permite a uno adquirir un entendimiento
inusualmente profundo respecto de los misterios del Reino. El discernimiento de
espíritus es un charisma a través del cual uno puede discernir entre los espíritus
genuinos que vienen de Dios y aquellos que solamente simulan hacerlo. El
charisma de lenguas lo hemos discutido largamente en el vigésimo-octavo
artículo. Los charismata actualmente existentes en la Iglesia son aquellos
correspondientes al ministerio de la Palabra; los charismata comunes del
acrecentado ejercicio de la fe y el amor; aquellos de sabiduría, ciencia y
discernimiento de espíritus; aquel de dominio propio; y por último, aquel de
sanidad de los enfermos sufriendo de enfermedades nerviosas y sicológicas. En
el presente, los demás están inactivos.
C. EL MINISTERIO DE LA
PALABRA
"Él os guiará a toda la
verdad." Juan 16. 13.
Consideremos ahora la segunda actividad
del Espíritu Santo en la Iglesia, que preferimos llamar su cuidado de la Palabra. En esto distinguimos tres
partes: el Sellado
(Sealing), la
Interpretación, y la Aplicación de la Palabra.
EN PRIMER LUGAR, es el Espíritu Santo quien sella la Palabra. Esto hace referencia al “testimonium
Spiritus Sancti,” del cual nuestros padres solían hablar y a través del cual entendieron
la forma mediante la cual Él crea en el corazón de los creyentes la convicción
firme y duradera respecto de la autoridad divina y absoluta de la Palabra de
Dios.
La Palabra es, si se nos permite
expresarlo así, un criatura del Espíritu Santo. Él la ha engendrado. Se la
debemos enteramente a su especial actividad. Él es su Auctor Primarius, es decir,
su Autor Principal. Y por lo tanto no puede parecer extraño que Él lleve a cabo
ese cuidado maternal sobre su criatura a través del cual la faculta para
cumplir su destino. Y este destino es, en primer lugar, el ser creída por los elegidos; en segundo lugar, el
ser entendida por ellos; y por último, el ser vivida por ellos; tres operaciones que son
efectuadas sucesivamente en ellos a través del sellado, la interpretación y la
aplicación de la Palabra. El sellado de la Palabra aviva la “fe”; la interpretación
imparte el “entendimiento
correcto”; y la aplicación lleva a cabo el que sea “vivida.”
Mencionamos el sellado de la Palabra
primero ya que sin fe en su divina autoridad no puede ser la Palabra de Dios
para nosotros. La pregunta es: ¿cómo logramos tener un real contacto y comunión
con las Santas Escrituras, que son puestas en frente nuestro como un mero
objeto externo?
Se nos dice que es la Palabra de Dios;
pero, ¿cómo puede convertirse esto en nuestra firme convicción propia? Jamás
puede ser obtenida a través de la investigación. De hecho, debiera ser admitido
que mientras más uno investiga la Palabra, más pierde la fe simple y pueril en
ella.
Ni siquiera puede decirse que la duda nacida
de una examinación superficial será disipada a través de un estudio más
profundo; porque aun el profundo escrutinio de hombres serios y sinceros ha
tenido un solo resultado, a saber, el aumento de signos de interrogación.
No podemos examinar los contenidos de
las Escrituras de esta forma sin destruirlas. Si uno desea examinar el
contenido de un huevo, no debe romperlo ya que de esa forma lo desbarajusta y
deja de ser un huevo; más bien debe preguntarle a aquellos que conocen sobre él.
De forma similar podemos conocer la verdad de las Escrituras sólo a través del
sellado y de la comunicación externa. Porque supongamos que el veredicto final
de la ciencia confirmará eventualmente la autoridad divina de las Escrituras,
como creemos firmemente que será; ¿de qué forma nos beneficiaría eso en
relación a nuestra presente necesidad espiritual, considerando que en el curso
de nuestras cortas vidas, la ciencia no llegará a ese veredicto? Y aun si
después de treinta o cuarenta años llegásemos a verlo, ¿en qué me beneficia en relación
a mi presente aflicción? Y si esta dificultad también pudiese ser removida, aun
así preguntaríamos: ¿acaso no es cruel darle certeza sólo a los eruditos
griegos y hebreos? ¿No ven y entienden los hombres, por lo tanto, que la evidencia
de la autoridad divina de las Escrituras debe venir a nosotros de tal forma que
la anciana más común y corriente en el hogar de caridad pueda verlo de la misma
forma que yo?
Por lo tanto, toda investigación
aprendida, como base de la convicción espiritual, está fuera de toda consideración. El
que niega esto maltrata el alma e introduce un clericalismo ofensivo.
Porque, ¿cuál es el resultado? La noción
de que las personas poco eruditas no tienen certeza por sí mismas; para eso
están los ministros; ellos han estudiado el tema; ellos deben saber y las
personas comunes y corrientes deben creer bajo su autoridad.
Lo absurdo de esta noción es evidente.
En primer lugar, los hombres más instruidos frecuentemente son los que más
dudan. En segundo lugar, un ministro casi siempre contradice lo que otro ha
presentado como la verdad. Y, en tercer lugar, la congregación, tratada como un
menor
de edad, es entregada nuevamente al
poder de los hombres; se le deposita sobre sí un yugo que nuestros padres no
pudieron soportar; y se comete el error de intentar probar el testimonio de
Dios a través de los hombres.
Si debemos cargar con un yugo, dennos el
de Roma
diez veces antes que el de los
eruditos; porque aunque Roma pone a los hombres entre nosotros y las Escrituras,
al menos hablan de una manera. Repiten lo que el Papa ha establecido para ellos
y su autoridad se basa no sobre su erudición, sino sobre su pretendida iluminación
espiritual. De ahí que los sacerdotes católicos
romanos no se contradicen entre sí. Ni tampoco es su enseñanza la noción caprichosa
de un aprendizaje defectuoso, sino el resultado de un desarrollo
mental que Roma alcanzó en sus mejores hombres, y esto en conexión con la labor
espiritual de muchos siglos.
De entre la totalidad del clericalismo, el
de carácter intelectual es el más insoportable; ya que uno siempre queda sin
palabras ante el comentario, “Tú no sabes griego,” o “Tú no sabes leer hebreo”;
mientras que el hijo de Dios siente de forma irresistible que en materias relacionadas con la eternidad,
el griego y el hebreo no pueden tener la última palabra. Y esto aparte del hecho
que a varios de estos eruditos, el profesor Cobet podría decirles: “Querido
señor, ¿acaso conoce bien usted mismo, el griego?” Del poco conocimiento del
hebreo en la mayor cantidad de los casos, mejor ni hablar.
No, de esa forma jamás llegaremos. Para
hacer que la autoridad divina de las Escrituras sean reales para nosotros,
necesitamos no de un testimonio humano, sino de uno divino, igualmente convincente para los doctos
como para los poco eruditos—un testimonio que no debe ser echado como perlas a
los cerdos, sino ser limitado a aquellos que pueden recoger de él el fruto más
noble, es decir, aquellos que han nacido de nuevo.
Y este testimonio no deriva del Papa y de
sus sacerdotes, ni de la facultad teológica con sus ministros, sino viene solamente con el sellado del Espíritu Santo. Por
lo tanto, es un testimonio divino y como tal remueve toda contradicción y
silencia toda duda. Es un testimonio igual para todos, perteneciendo tanto al
campesino en el campo como al teólogo en su estudio. Por último, es un
testimonio que reciben sólo aquellos que tienen ojos abiertos, para que puedan ver
espiritualmente.
Sin embargo, este testimonio no funciona
por magia. No hace que la confundida conciencia de incredulidad grite de
repente: “¡Ciertamente las Escrituras son la Palabra de Dios!” Si este fuera el
caso, el camino de los entusiastas sería abierto y nuestra salvación dependería
nuevamente de una comprensión espiritual fingida. No, el testimonio del
Espíritu Santo obra de una forma completamente distinta. Él comienza a ponernos
en contacto con la Palabra, ya sea a través de nuestra propia lectura o través
de la comunicación de otros. Luego nos muestra la imagen del pecador según las
Escrituras y la salvación que lo rescató de forma misericordiosa; y por último,
nos hace escuchar la canción de alabanza sobre sus labios. Y después de que
hemos visto esto objetivamente, con el ojo del entendimiento, Él obra de tal manera sobre nuestro sentimiento que comenzamos a vernos en ese pecador y
a sentir que la verdad de las Escrituras nos concierne directamente.
Finalmente, toma el control de la voluntad, haciendo que el poder mismo visto
en las Escrituras obre en nosotros. Y cuando, de esa forma, la totalidad del
hombre, la mente, el corazón y la voluntad han experimentado el poder de la Palabra,
entonces Él le agrega a esto la exhaustiva operación de la certeza, por medio
de la cual las Santas Escrituras en esplendor divino comienzan a relucir ante
nuestros ojos.
Nuestra experiencia es como la de una
persona que, desde una habitación que resplandece brillantemente, mira hacia
fuera al anochecer. Al principio, debido al resplandor en el interior, no ve
nada. Pero al apagar su luz y mirar hacia fuera nuevamente, gradualmente
comienza a distinguir figuras y formas y luego de un rato disfruta del suave
crepúsculo.
Apliquemos esto a la Palabra de Dios.
Mientras la luz de nuestro propio entendimiento relampaguee en el alma, nosotros,
mirando a través de la ventana de la eternidad, no podremos percibir nada. Todo
está encubierto en una oscuridad nebulosa. Pero cuando por fin nos persuadimos
y extinguimos esa luz, y miramos afuera nuevamente, entonces vemos un mundo
divino apareciendo gradualmente desde la penumbra, y para nuestra sorpresa,
donde en un comienzo no veíamos nada ahora vemos un mundo glorioso bañado en
luz divina.
Y de esa forma los elegidos de Dios
obtienen una firme certeza acerca de la Palabra de Dios que nada puede
estremecer, que no puede ser robada por ningún conocimiento. Están firmes como
una muralla. Están fundados sobre una roca. Los vientos podrán soplar y las
lluvias descender, pero no temen. Se mantienen sobre su fe indestructible, no
sólo como resultado de la primera intervención del Espíritu Santo, sino porque
Él sostiene la convicción continuamente. Jesús dijo, “para que esté con
vosotros para siempre”; y esto hace referencia primariamente a este testimonio
respecto a la Palabra de Dios. En el corazón creyente, Él testifica continuamente:
“No temas, las Escrituras son la Palabra de tu Dios.”
Sin embargo, esto no es toda la obra del
Espíritu Santo en relación a la Palabra. También debe ser interpretada.
Y sólo Él, el Inspirador, puede dar la
interpretación correcta. Si entre los hombres cada uno es el mejor intérprete
de sus propias palabras, ¿cuánto más aquí, donde ningún hombre tendrá la osadía
de decir que entiende el significado completo y adecuado del Espíritu tan bien
como Él o mejor que Él mismo? Incluso si los autores de ambos Testamentos se
levantaran de entre los muertos y nos contaran el significado de sus
respectivas Escrituras ni siquiera eso sería la completa y profunda
interpretación. Porque ellos escribieron cosas cuyos significados exhaustivos
no comprendían. Por ejemplo, cuando Moisés escribió acerca de la simiente de la
serpiente, es obvio que él no comprendió todo lo que significaba el “tú le
herirás en el calcañar.”
Por consiguiente, sólo el Espíritu Santo
puede interpretar las Escrituras. Y, ¿cómo? ¿Siguiendo el modo de Roma, a
través de una traducción oficial como la Vulgata; una interpretación oficial de
cada palabra y oración; y una condena oficial a cualquier otra explicación? De
ninguna manera. Esto sería muy fácil, pero a la vez muy poco espiritual. La
muerte se aferraría a ella. El completo e ilimitado océano de verdad estaría
confinado a los estrechos límites de una fórmula.
Y la refrescante fragancia de la vida,
que siempre encontramos en la página santa, se perdería de inmediato.
Ciertamente las iglesias no pueden ser
entregadas a una traducción arbitraria e irresponsable de la Palabra; y
apreciamos enormemente el cuidado mutuo de las iglesias al proveer una traducción
correcta en el idioma local. Consideramos incluso altamente deseable que, bajo
el sello de su aprobación, las iglesias publiquen lecturas expositivas en el
margen. Pero ni lo uno ni lo otro debiera reemplazar jamás a las Escrituras
mismas. La investigación de las Escrituras debiese ser siempre libre. Y cuando
hay coraje espiritual, entonces que las iglesias revisen su traducción y vean
si sus lecturas expositivas necesitan modificación. No, sin embargo, para desestabilizar
las cosas cada tres años, sino para que en cada período de vida vigorosa, animada
y espiritual, la luz del Espíritu Santo pueda alumbrar en mayor medida sobre
las cosas que siempre necesitan más luz.
Por lo tanto la obra del Espíritu Santo
en referencia a la interpretación es indirecta, y los medios usados son:
(1) el estudio científico;
(2) el ministerio de la Palabra; y:
(3) la experiencia espiritual de la Iglesia.
Y es a través de la cooperación de estos
tres factores que, en el curso del tiempo, el Espíritu Santo indica qué
interpretación se desvía de la verdad y cuál es el correcto entendimiento de la
Palabra.
A esta interpretación le sigue una aplicación.
Las Santas Escrituras son un maravilloso
misterio, que tiene la intención de satisfacer las necesidades y conflictos de
toda época, nación y santo. Al prepararlas Él conocía de antemano estas épocas,
naciones y santos, y considerando sus necesidades Él las planeó y arregló de la
forma en la cual se nos ofrecen hoy a nosotros. Y sólo entonces las Santas
Escrituras lograrán el fin en mente, cuando a cada época, nación, iglesia e individuo
sean aplicadas de tal forma que cada santo recibirá finalmente cualquier
porción que haya sido reservada para él en las Escrituras. Por consiguiente,
esta obra de aplicación pertenece sólo al Espíritu Santo, ya que sólo Él conoce
la relación que las Escrituras deben mantener finalmente con cada uno de los elegidos
de Dios.
Respecto de la manera en que la obra es
llevada a cabo, esta puede ser directa o indirecta.
La aplicación indirecta viene generalmente a través del
ministerio, que logra su fin más elevado cuando frente a su congregación el
ministro puede decir: “Este es el mensaje de la Palabra que en este
momento el Espíritu Santo tiene en mente para ti.” Una afirmación sobrecogedora, sin dudas,
y sólo alcanzable cuando uno vive tan profundamente arraigado en la Palabra
como en la Iglesia. Aparte de esto también hay una aplicación de la Palabra que
viene a través de la palabra de un hermano, hablada o escrita, que es a veces
tan efectiva como un largo sermón.
La lectura concienzuda y en silencio de
alguna exposición de la verdad ha conmocionado el alma de forma más efectiva, a
veces, que un servicio en la casa de oración.
La aplicación directa de la Palabra del Espíritu Santo se
efectúa al leer las Escrituras o al recordar pasajes. Entonces Él trae al
recuerdo palabras que nos afectan profundamente por su singular poder. Y,
aunque el mundo sonríe e incluso los hermanos reconocen que no entienden a qué
se refiere, es nuestra convicción que la aplicación especial de ese momento fue
para nosotros y no para ellos, y que en nuestra alma interior el Espíritu Santo
realizó Su propia obra especial.
D. EL GOBIERNO DE LA
IGLESIA
"Nadie puede llamar a Jesús Señor,
sino por el Espíritu Santo." 1 Cor. 12. 3.
La última obra del Espíritu Santo en la
Iglesia tiene referencia al gobierno.
La Iglesia es una institución divina. Es
el cuerpo de Cristo, aunque se manifiesta en la forma más defectuosa; porque
como el hombre, cuyo discurso es afectado por un ataque de parálisis, sigue
siendo la misma persona amigable que era antes, a pesar del defecto, así la
Iglesia, cuyo discurso está dañado, sigue siendo el mismo cuerpo santo de
Cristo. La Iglesia visible e invisible es una.
Hemos escrito en otra parte: “La Iglesia
de Cristo es al mismo tiempo visible e invisible. Tal como un hombre es al
mismo tiempo un ser perceptible e imperceptible sin ser de esa forma dos seres,
así también la distinción entre la Iglesia visible e invisible de ninguna forma
daña su unidad. Es una y la misma Iglesia, que según su esencia
espiritual está escondida en el mundo espiritual,
manifiesta sólo al ojo espiritual y que según su forma visible
se manifiesta a sí misma externamente
a los creyentes y al mundo.”
"Según su esencia
espiritual e invisible la Iglesia es una en toda la tierra, una
también con la Iglesia en el cielo. De igual manera es también una Iglesia
santa, no solamente porque es hábilmente creada por Dios, dependiente
totalmente de Sus influencias y obras divinas, sino también porque la
adulteración espiritual y el pecado interior de los creyentes no pertenecen a ella,
sino luchan contra ella. Según su forma visible, sin embargo, sólo se manifiesta a sí
misma en fragmentos. Por lo tanto es local, es decir, ampliamente esparcida; y
las iglesias nacionales se originan porque estas iglesias locales forman tal
conexión como lo demandan su propio carácter y sus relaciones nacionales.
Combinaciones más extensas de iglesias sólo pueden ser temporales o
extremadamente poco firmes y flexibles. Y estas iglesias, como manifestaciones de
la iglesia invisible, no son una, ni tampoco santas; porque participan de las imperfecciones de
toda la vida del mundo y son constantemente profanadas por el poder del pecado
que socava interna y externamente su bienestar.”
Por lo tanto, el tema no puede ser
presentado como si la Iglesia espiritual, invisible y mística fuese el objeto
del cuidado y gobierno de Cristo, mientras los asuntos y la supervisión de la Iglesia
visible son dejados a los placeres del hombre. Esto está en directa oposición a
la Palabra de Dios. No existe una Iglesia visible y otra invisible; sino una
Iglesia, invisible en lo espiritual y visible en el mundo material. Y mientras
Dios cuida tanto el cuerpo como el alma, de la misma forma Cristo gobierna los
asuntos externos de la Iglesia, tan ciertamente como con su gracia Él la nutre
interiormente.
Cristo es el Señor; Señor no sólo del
alma, ya que antes de que pueda ser eso debe ser Señor de la Iglesia como un
todo. Cabe destacar que la predicación de la Palabra y la administración de los
sacramentos pertenecen no a la economía interna de la Iglesia, sino a la
externa; y ese gobierno eclesiástico sirve casi exclusivamente para mantener
pura la predicación y a los sacramentos de ser profanados. Por lo tanto no es
oportuno decir: “Si la Palabra de Dios es predicada sólo en su pureza y los
sacramentos son administrados correctamente, el orden eclesiástico es de menor
importancia”; si se eliminan estos dos del orden eclesiástico, quedará muy poco
de él.
La pregunta es, por lo tanto, si estos
medios de gracia deben ser organizados según nuestro placer,
o según la voluntad de
Jesús. ¿Nos permite entretenernos con
ellos según nuestras propias nociones o reprende y aborrece
toda religión obstinada en satisfacer los deseos propios? Si la respuesta es la última,
entonces también debe, desde el cielo, dirigir, gobernar y cuidar de Su Iglesia. Sin embargo, Él no
nos obliga en esta materia; nos ha dejado la terrible libertad de actuar en contra de Su Palabra
y de sustituir Su forma de gobierno por la nuestra. Y eso es exactamente lo que el
desorientado mundo cristiano ha hecho una y otra vez. A través de la incredulidad, no mirando al Rey,
frecuentemente lo ha ignorado, olvidado y destronado; ha establecido su propio régimen
obstinado en Su Iglesia, hasta que al final el recuerdo mismo del legítimo Soberano se ha perdido.
La iglesia individual, aún consciente
del reinado de Jesús, profesa doblegarse incondicionalmente a Su Palabra real
tal como está contenida en las Escrituras. Por lo tanto, decimos que en la
iglesia del estado de Holanda, cuyo orden eclesiástico no sólo carece de tal profesión,
sino que también pone el poder legislativo supremo exclusivamente sobre los hombres,
se burla del reinado de Cristo; que un embaucador ha usurpado su lugar, quien
debe ser removido tal como está escrito: “Pero yo he puesto mi rey Sobre Sión,
mi santo monte.” (Salmo 2. 6)
Por lo tanto se debe sostener firmemente
y sin miedo que Jesús es no sólo el Rey de las almas, sino también el Rey en su
Iglesia; cuya absoluta prerrogativa es ser el Legislador en su Iglesia; y que
el poder que compite por ese derecho debe ser enfrentado por el bien de la conciencia.
Frente a la pregunta de por qué la
iglesia es tan apta para olvidar el reinado de Cristo, de tal forma que muchos
ministros piadosos no tienen la más mínima conciencia de esa realidad y muchas
veces dicen: “Ciertamente Jesús es el Rey en el mundo de la verdad pero, ¿qué
le importa a Él lo que haga la iglesia externa? Al menos yo, un hombre
espiritual, jamás voy a las reuniones oficiales del concilio”; respondemos: “Si
Jesús tuviera un trono en el mundo y de ahí reinara personalmente sobre Su
Iglesia, todos los hombres se inclinarían ante Él; pero al ser exaltado en el
cielo a la diestra del Padre, el Rey es olvidado; fuera de toda vista, fuera de
la mente.” De esta forma, la ignorancia en relación a la obra del
Espíritu Santo es la
causa. Ya que Jesús gobierna su Iglesia pero no de forma directa, sino a través
de Su Palabra y Espíritu, no hay respeto alguno por la majestad de su soberano
gobierno.
El ojo espiritual del creyente, por lo
tanto, debe ser reabierto a la obra del Espíritu Santo en las Iglesias. El
hombre no-espiritual no la puede ver. Un consistorio, un concilio o un sínodo
es para él un grupo de hombres
congregados para negociar asuntos bajo su propia luz, lo mismo que una reunión
de directorio de la dirección de comercio o alguna otra organización secular.
Uno es un accionista y un miembro del
comité y como tal ayuda en la administración de los asuntos usando todas sus
habilidades. Pero para el hijo de Dios, siendo capaz de ver la obra del
Espíritu Santo, estas asambleas eclesiásticas contraen un aspecto totalmente
distinto. Él reconoce que este consistorio no es consistorio, que este concilio
no es concilio, que este sínodo no es tal, a menos que el Espíritu Santo
presida y decida las materias junto con los miembros.
La oración hecha al comenzar un
consistorio, concilio o sínodo es, por lo tanto, no igual a la de Y.M.C.A. o
una convención misionera, simplemente una oración para pedir luz y ayuda, sino una
cosa totalmente distinta. Es la petición que el Espíritu Santo esté en medio de
la asamblea.
Porque sin Él, ninguna reunión
eclesiástica puede ser completa. La reunión no puede ser llevada a cabo a menos
que Él esté presente. De ahí que en la oración litúrgica al comenzar un consistorio
hay una petición inicial de la presencia y liderazgo del Espíritu Santo;
después, una confesión de que los miembros nada pueden hacer sin Su presencia;
y por último, una súplica de las promesas para estos miembros.
La oración dice: “Ya que estamos
reunidos en tu Santo Nombre, siguiendo el ejemplo de las Iglesias apostólicas,
para consultar, como requiere nuestro oficio, acerca de aquellas cosas que pueden
venir ante nosotros, para el bienestar y edificación de Tus iglesias, ya que reconocemos
que somos poco aptos e incapaces, ya que por naturaleza no podemos pensar en lo
bueno y mucho menos ponerlo en práctica, por lo tanto te rogamos, O Dios y
Padre fiel, que Tú te complazcas en estar presente con Tu Espíritu según Tu
promesa, en medio de nuestra asamblea, para guiarnos en toda verdad.”
En la oración de conclusión del
consistorio ocurre la expresa acción de gracias de que el Espíritu Santo estuvo
presente en la reunión: “Más aun, te agradecemos que has estado presente con Tu
Espíritu Santo en medio de nuestra asamblea, dirigiendo nuestras determinaciones
según Tu voluntad, uniendo nuestros corazones en mutua paz y armonía. Te rogamos,
O Dios y Padre fiel, que te complazcas misericordiosamente en bendecir nuestra labor
intencionada y efectivamente en ejecutar el trabajo que Tú ya comenzaste;
siempre reuniendo ante Ti una iglesia verdadera y preservándola en la doctrina
pura, en el correcto uso de Tus santos sacramentos y en el diligente ejercicio
de la disciplina.”
Por lo tanto el gobierno de la iglesia
denota:
PRIMERO, que el Rey Jesús instituye los oficios y
nombra a las personas a cargo de tales funciones.
EN SEGUNDO LUGAR, que las iglesias se someten
incondicionalmente a la ley fundamental de Su Palabra.
TERCERO, que el Espíritu Santo debe entrar en la
asamblea y dirigir las deliberaciones; como lo expresó Walaeus: "Que el
Espíritu Santo pueda personalmente pararse detrás del presidente para presidir
cada reunión.” Y este dicho tiene un significado tan enriquecedor que diríamos seriamente,
si no es ya obvio, que un mero cambio de oficiantes no beneficiaría en nada, si
la organización misma no está sometida a la Palabra de Dios. El tema no es si
mejores hombres llegan al poder, sino si el Espíritu Santo preside la asamblea;
algo que no puede hacer, a menos que la Palabra de Dios sea la única
instrucción y autoridad.