A. EL PRINCIPIO DE VIDA EN LA CRIATURA
“Su espíritu adornó los cielos; Su mano
creó la serpiente tortuosa”. Job 26. 13.
Se ha visto que la obra del Espíritu
Santo consiste en guiar a toda la creación a su destino, y cuyo propósito final es la gloria de
Dios. Sin embargo, la gloria de Dios aparece en la creación en diversos grados
y formas. Un insecto y una estrella, el moho en la pared y el cedro del Líbano,
un trabajador común y un hombre como San Agustín, son todas criaturas de Dios;
sin embargo, cuán diferentes son, y cuán variadas sus formas y grados de
glorificar a Dios.
Entonces ilustraremos la afirmación de
que la gloria de Dios es el fin último de toda criatura. Compararemos la gloria
de Dios a la de un rey terrenal: es evidente que nada puede ser indiferente a
su gloria. El material de construcción de su palacio, sus muebles, incluso el pavimento
de su entrada, pueden o bien aumentar o disminuir el esplendor real. Sin
embargo, el rey es aun más honrado por sus súbditos, cada uno en su grado,
desde el maestro de ceremonias hasta su primer ministro. Aun así, su mayor
gloria la constituye su familia, hijos e hijas engendrados con su propia
sangre, formados por su sabiduría, animados por sus ideales, siendo uno con él
en los planes, los propósitos, y el espíritu de su vida.
Al aplicar, con toda reverencia, este
ejemplo a la corte del Rey del cielo, es evidente que, si bien cada flor y
estrella aumenta Su gloria, las vidas de los ángeles y hombres son de mucho
mayor importancia para Su Reino; y que mientras los ángeles están más
estrechamente relacionados con Su gloria, a quienes ha ubicado en posiciones de
autoridad, más cerca que todos, es a los hijos engendrados por Su Espíritu, y
admitidos en lo secreto de su pabellón Real. Se concluye, entonces, que la
gloria de Dios se refleja principalmente en Sus hijos, y dado que ningún hombre
puede ser Su hijo a menos que sea engendrado de Él, confesamos que Su gloria es
más evidente en Sus escogidos o en Su Iglesia.
Su gloria no es, sin embargo, limitada a
éstos, pues ellos se relacionan a toda la raza, y viven entre todas las
naciones y pueblos, con los que comparten el terreno común. Tampoco se puede ni
debe separar su vida espiritual, de su vida ciudadana, social y doméstica. Y
puesto que todas las diferencias de su vida ciudadana, social y doméstica, son
causadas por el clima y la atmósfera, la comida y la bebida, la lluvia y la
sequía, las plantas y los insectos- en una palabra, por la economía completa de
este mundo material, incluyendo cometas y meteoritos; es evidente que todos
éstos afectan el resultado de las cosas y están relacionados a la gloria de
Dios. Por lo tanto, en relación con la tarea de conducir a la creación a su
destino, el universo entero se enfrenta a la mente como unidad poderosa,
orgánicamente relacionada a la Iglesia, tal como la cáscara lo está a la
semilla.
En el cumplimiento de esta tarea, surge
la pregunta respecto de en qué medida la parte más justa,
más noble y más sagrada de
la creación logrará alcanzar su destino, ya que para conseguirlo, todas las partes restantes
deben ser sometidas.
De ahí la pregunta, ¿Cómo es que la
multitud de los escogidos logrará alcanzar su perfección final? La respuesta a
esto indicará cuál es la acción del Espíritu Santo sobre todas las otras criaturas.
La respuesta no puede ser dudosa. Los
hijos de Dios nunca podrán cumplir su glorioso fin, a menos que Dios habite en
ellos como habita en Su templo. El amor de Dios es lo que lo obliga a vivir en
Sus hijos, por su amor por Él, por amor de Sí mismo, y para ver el reflejo de
Su gloria en la conciencia de Su propia obra. Este glorioso fin se hará
realidad sólo cuando los escogidos conozcan de la misma manera que se les
conoce a ellos, contemplen a su Dios cara a cara, y disfruten de la felicidad
de la más cercana comunión con el Señor.
Dado que todo esto sólo puede ser
realizado cuando Él hace morada en sus corazones; y dado que es la Tercera
Persona de la Santísima Trinidad la que entra al espíritu de los hombres y de los
ángeles; es evidente que los propósitos más altos de Dios se realizan cuando el
Espíritu Santo hace del corazón del hombre su lugar de habitación. Quien sea, o
lo que sea que seamos por educación o posición, no podemos alcanzar nuestro más
alto destino a menos que el Espíritu Santo more en nosotros y actúe sobre el
organismo íntimo de nuestro ser.
Si ésta, Su más alta obra, no tuviera
influencia alguna sobre ninguna otra cosa, se podría decir que se trata
simplemente de completar la perfección de la criatura. Pero esto no es así.
Cada creyente sabe que existe una muy íntima conexión entre su vida antes y después de su conversión; no como si la primera
determinara la última, pero de tal manera que la vida en pecado y la vida en la
belleza de la santidad están ambas condicionadas por el mismo carácter y disposición, y por circunstancias
e influencias similares. Por lo tanto, para dar lugar
a nuestra perfección final, el Espíritu Santo debe influir en el desarrollo
previo, en la formación del carácter y en la disposición de toda la persona. Y
esta acción, aunque se encuentra menos marcada en la vida natural, también debe
ser examinada.
Sin embargo, dado que nuestra vida personal
es sólo una manifestación de la vida humana en general, se deduce que el Espíritu
Santo debe haber sido también activo en la creación del hombre, aunque en un
grado menos marcado. Y, por último, como la disposición del hombre como tal,
está relacionada con las huestes de los cielos y la tierra, Su obra también
debe tocar esta formación, aunque en mucha menor medida. De ahí que la labor
del Espíritu alcance aun a las influencias que afectan al hombre en el logro de
su destino, o en el fracaso para alcanzar dicho objetivo. Y la medida de las
influencias está dada por el grado en el que ellas afectan su
perfeccionamiento.
En la partida de un alma redimida, todos
reconocen una obra del Espíritu Santo; pero ¿quién puede rastrear Su obra en el
movimiento de las estrellas? Aun así, las Escrituras enseñan no sólo que somos
nacidos de nuevo por el poder del Espíritu de Dios, sino que: “Por la palabra
de Jehová fueron hechos los cielos, Y todo el ejército de ellos por el
aliento [Espíritu] de su boca” (Salmos 33. 6).
Por lo tanto, la obra del Espíritu en
guiar a la criatura hacia su destino, incluye una influencia sobre toda la
creación, desde el principio. Y, si el pecado no hubiera entrado, podríamos
decir que esta obra es realizada en tres etapas sucesivas: en primer lugar, la impregnación de la materia inerte; en segundo lugar,
la animación
del alma racional; en tercer lugar, tomar Su morada en el hijo
escogido de Dios.
Pero entró el pecado, es decir, apareció
un poder para alejar al hombre y la naturaleza de sus destinos.
Por lo tanto, el Espíritu Santo
debe antagonizar
el pecado; Su llamamiento es
para
aniquilarlo, y a pesar de su
oposición, lograr que el hijo escogido de Dios y la creación entera alcancen su fin. Por lo tanto, la
redención no es una nueva obra añadida a la del Espíritu Santo, sino que es idéntica a ella. Él se comprometió a llevar todas
las cosas a su destino, ya fuera sin la perturbación del pecado, o a pesar de
ella; en primer lugar, mediante la
salvación de los escogidos;
y luego, mediante el restablecimiento de todas las cosas en el cielo y sobre la
tierra
al regreso del Señor Jesucristo.
Cosas circunstanciales a esto, tales
como la inspiración de las Escrituras, la preparación del Cuerpo de
Cristo, la extraordinaria ministración
de gracia a la Iglesia,
son sólo eslabones que conectan el comienzo con su propio fin predeterminado,
de modo que a pesar de la perturbación del pecado, el destino del universo para
glorificar a Dios, podría estar igualmente garantizado.
Se podría decir, resumiendo todo en una
sola declaración: Habiendo entrado el pecado, factor que debe tenerse en cuenta, la obra del Espíritu
Santo brilla más gloriosamente en el reunir y salvar a los escogidos; antes de
lo cual se encuentran Sus acciones en la obra de la redención y en la economía de la vida natural. El mismo Espíritu, que en el principio
se movía sobre las aguas, en la dispensación de la gracia nos ha dado la
Sagrada Escritura, la Persona de Cristo y la Iglesia Cristiana; y es Él quien, en conexión
con la creación original y por estos medios de gracia, ahora nos regenera y
santifica como hijos de Dios.
Es de suma importancia, en relación con
estas poderosas y extensas acciones, el no perder de vista el hecho de que en
todas ellas, Él efectúa sólo lo que es invisible e imperceptible. Esto distingue todas las acciones del
Espíritu Santo. Detrás del mundo visible, se encuentra uno invisible y
espiritual, con patios exteriores y recovecos interiores; y bajo estos últimos
se encuentran las insondables profundidades del alma, las cuales escoge el
Espíritu Santo como escenario de Sus obras- Su templo, donde Él establece Su
altar.
La obra redentora de Cristo también
tiene partes visibles e invisibles. La reconciliación en Su sangre fue visible.
La santificación de Su Cuerpo y el atavío de Su naturaleza humana con sus múltiples
gracias, fueron invisibles. Cada vez que se especifica esta obra oculta e
íntima, las Escrituras siempre la conectan con el Espíritu Santo. Gabriel dice
a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”. (Lucas 1. 35). Se dice de Cristo:
“Aquel que tuvo el Espíritu sin medida”.
También observamos un material de vida
en las huestes de los cielos, hacia el exterior, tangible, lo que en
pensamiento nunca se asocia con el Espíritu Santo. Pero, aunque sea débil e
impalpable, lo visible y tangible tiene un trasfondo invisible. ¡Cuán
intangibles son las fuerzas de la naturaleza, cuán llenas de majestad las
fuerzas del magnetismo! Pero la vida subyace a todo. Incluso en un tronco
aparentemente muerto, ella exhala un aliento imperceptible. Desde las
insondables profundidades de todo, un principio íntimo y escondido opera
ascendente y hacia el exterior. Se muestra en la naturaleza, mucho más en el
hombre y el ángel. Y ¿cuál es este principio avivador e inspirador, sino el
Espíritu Santo? “Les quitas el hálito, dejan de ser.
Envías tu Espíritu, son creados” (Salmos
104. 29,30).
Este algo íntimo e invisible es el toque
directo de Dios. Existe en nosotros, y en toda criatura, un punto en el que el
Dios vivo nos toca para sostenernos; pues nada existe que no sea sustentado segundo a segundo por Dios Todopoderoso.
En los escogidos, este punto es su vida espiritual; en la criatura racional, su
conciencia racional; y en todas las criaturas, ya sean racionales o no, su
principio de vida. Y como el Espíritu Santo es la Persona de la Santísima Trinidad,
a cuyo cargo está llevar a cabo este contacto directo y comunión con la
criatura en su ser íntimo, es Él quien habita en los corazones de los escogidos, quien
anima
a todo ser racional, quien
sostiene el principio
de vida en toda criatura.
B. LAS HUESTES DEL CIELO Y DE LA TIERRA
“El espíritu de Dios me hizo”. (Job 33.
4).
Comprendiendo, en alguna medida, la nota
característica de la obra del Espíritu Santo, veamos lo que este trabajo ha
sido y es y será.
El Padre da efecto, el Hijo dispone y
organiza, el Espíritu Santo perfecciona. Hay un solo Dios y Padre de quien son
todas las cosas, y un solo Señor Jesucristo por medio de quien son todas las
cosas; pero ¿qué dicen las Escrituras de la obra especial que el Espíritu Santo
hizo y está aún haciendo en la creación?
En aras del orden, en primer lugar se
examinará la historia de la creación. Dios dice en Gn. 1. 2: “Y la tierra
estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y
el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”. Véase también Job 26.
13: “Su espíritu adornó los cielos; Su mano creó la serpiente tortuosa [la
constelación del Dragón, o, según otros, la Vía Láctea]”. Y también Job 33. 4:
“El espíritu de Dios me hizo, Y el soplo del Omnipotente me dio vida”. Y luego
en Salmos 33. 6: “Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, Y todo el
ejército de ellos por el aliento de su boca”. Así también Salmos 104. 30:
“Envías tu Espíritu, son creados, Y renuevas la faz de la tierra”. Y con
diferente significado, en Is. 40. 13: “¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová [en
la creación], o le aconsejó enseñándole?”.
Estas declaraciones ponen de manifiesto
que el Espíritu Santo hizo Su propia obra en la creación.
Así mismo, muestran que Sus actividades
se encuentran estrechamente relacionadas con las del Padre y las del Hijo.
Salmos 33. 6 las presenta como casi idénticas. La primera oración dice: “Por la
palabra de Jehová fueron hechos los cielos”; la segunda: “Y todo el ejército de
ellos por el aliento [Espíritu] de su boca”. En la poesía hebrea, es conocido
que oraciones paralelas expresan el mismo pensamiento de formas diferentes; de
modo que a partir de este pasaje se desprende que la obra de la Palabra y la del Espíritu son la misma, esta última añadiendo sólo
la que es especialmente Suya.
Cabe señalar, que casi ninguno de estos
pasajes menciona el Espíritu Santo por Su propio nombre. No es el Espíritu Santo, sino el “Espíritu de Su boca”, “Su
Espíritu”, “el Espíritu del Señor”. A causa de esto, muchos sostienen
que estos pasajes no se refieren al Espíritu Santo como la Tercera Persona en la Santísima
Trinidad, sino que hablan de Dios como Uno, sin distinción personal; y que la
representación de Dios creando cualquier cosa por Su mano, Sus dedos, Su Palabra, Su aliento, o Su
Espíritu; no es más que una manera humana de hablar, y que por lo tanto, sólo significa que
Dios estaba involucrado.
La Iglesia siempre se ha opuesto a esta
interpretación, y con razón, sobre la base de que incluso el Antiguo Testamento,
no sólo en unas pocas partes, sino en toda su economía, contiene indudable
testimonio de las tres Personas divinas, mutuamente igual, más con una única
esencia. Es cierto que esto también ha sido negado, pero por causa de una
interpretación errónea. Y frente a la respuesta: “Pero nuestra interpretación
es tan buena como la suya”, respondemos que Jesús y los apóstoles son nuestras
autoridades; la Iglesia recibió su confesión de labios de ellos.
En segundo lugar, negamos que la
expresión “Su Espíritu” no se refiera al Espíritu Santo, por cuanto en el Nuevo
Testamento se presentan expresiones similares que, sin duda, se refieren a Él;
por ejemplo, “…Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de Su Hijo” (Gál. 4.
6); “a quien el Señor matará con el Espíritu de Su boca” (2 Ts. 2. 8), etc.
En tercer lugar, a juzgar por los
siguientes pasajes,- “Por la Palabra de Jehová fueron hechos los cielos”
(Salmos 33. 6); “Y dijo Dios: Sea la luz” (Gn. 1. 3), y “Todas las cosas por él
fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn. 1. 3).-
no cabe duda de que Salmos 33. 6 se refiere a la Segunda Persona de la
Divinidad. Por lo tanto, también la segunda oración del mismo versículo: “Y
todo el ejército de ellos por el aliento de Su boca” debe referirse a la
Tercera Persona.
Por último, hablar de un Espíritu de
Dios que no es el Espíritu Santo es transferir a la Sagrada Escritura una idea
puramente occidental y humana. Nosotros, como hombres, a menudo hablamos de un espíritu malo
que controla una nación, un ejército o una escuela, refiriéndonos a una cierta
tendencia, inclinación o persuasión- un espíritu que procede de un hombre distinto de su persona y de su ser. Pero esto no
puede y no debe aplicar a Dios. Hablando de Cristo en
Su humillación, se podría decir con
razón “tener la mente de Cristo”, o “tener el espíritu de Jesús”, lo que indica
Su carácter. Sin embargo, distinguir el Ser divino, de un espíritu de ese Ser, es concebir la Divinidad en
una forma humana. La conciencia divina difiere totalmente de la humana.
Mientras que en nosotros existe una diferencia entre nuestras personas y
nuestra conciencia, con referencia a Dios, tales distinciones desaparecen, y la
distinción de Padre, Hijo, y Espíritu Santo toma su lugar.
Incluso en aquellos pasajes donde “el
aliento de Su boca” es añadido para explicar “Su Espíritu”, se debe mantener la
misma interpretación. Pues todos los idiomas muestran que nuestra respiración,
incluso como la “respiración de los elementos” en el viento que sopla ante la
cara de Dios, corresponde al ser del espíritu. Casi todos ellos expresan las
ideas de espíritu, aliento y viento, mediante términos afines. En toda las
Escrituras, soplar o respirar es el símbolo de la comunicación del espíritu.
Jesús sopló sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. 20. 22). Por
lo tanto, el aliento de Su boca debe significar el Espíritu Santo.
La antigua interpretación de las
Escrituras no debería ser abandonada precipitadamente. Y aceptar el dictamen de
la teología moderna, que dice que la distinción de las tres Personas divinas no
se encuentra en el Antiguo Testamento, y que las alusiones a la obra del
Espíritu Santo en Génesis, Job, Salmos o Isaías, están fuera de cuestión. Por
consiguiente, nada es más natural para los partidarios de esta teología
moderna, que negar por completo el Espíritu Santo en los pasajes mencionados.
Pero si desde una convicción íntima, aún
confesamos que la distinción de Padre, Hijo y Espíritu Santo se ve claramente
en el Antiguo Testamento; entonces, examinemos con discernimiento estos pasajes
relacionados con el Espíritu del Señor; y mantengamos en gratitud la interpretación
tradicional, que encuentra referencias a la obra del Espíritu Santo en muchas
de estas declaraciones.
Estos pasajes demuestran que Su obra
particular en la creación fue:
1º, cernirse sobre el caos;
2º, la creación de las huestes de los
cielos y de la tierra;
3º, ordenar los cielos;
4º, animar la creación impetuosa, y llamar
al hombre a existencia;
5º, y por último, la acción por la cual
toda criatura es hecha para existir según el consejo de Dios que le ataña.
Por lo tanto, las fuerzas materiales del
universo no proceden del Espíritu Santo, ni fue Él quien depositó en la materia
las semillas latentes y microorganismos de la vida. Su misión especial comienza
sólo después
de la creación de la materia con
los microorganismos de la vida contenidos en ella.
El texto hebreo demuestra, que la obra
del Espíritu Santo en movimiento sobre la superficie de las aguas, fue similar
a la de las aves padres que con sus alas desplegadas rondan sobre sus crías
para albergarlas y cubrirlas. La figura implica no sólo que la tierra existía,
sino que también dentro de ella existían los microorganismos de la vida; y que
el Espíritu Santo, fecundando estos microorganismos, provocó que la vida
surgiera a fin de conducirla a su destino.
Los cielos no fueron creados por el
Espíritu Santo, sino por la Palabra. Y cuando los cielos creados debían
recibir sus huestes, sólo entonces llegó el momento para que el Espíritu Santo ejerciera
sus funciones particulares. No es fácil decidir lo que “las huestes de los
cielos” significa. Puede referirse al sol, la luna y las estrellas, o a los
ejércitos de ángeles. Quizás el pasaje no significa la creación de los cuerpos celestes, sino su
recepción de la gloria divina y del fuego celestial. Pero Salmos 33. 6,
ciertamente, no se refiere a la creación de la materia de la cual las huestes
celestiales se componen, sino a la producción de su gloria.
Gn. 1.:2 pone de manifiesto, en primer
lugar, la creación de la materia y sus microorganismos, luego su activación;
por lo tanto Salmos 33. 6 enseña en primer lugar, la preparación del ser y la
naturaleza de los cielos, luego el traer a existencia sus huestes por el
Espíritu Santo. Job 26. 13 conduce a una conclusión similar. Aquí se hace la
misma distinción entre los cielos y su ordenamiento, siendo este último
representado como la obra especial del Espíritu Santo.
Este ordenamiento es equivalente al
ordenamiento en Gn. 1. 2, mediante el cual lo sin forma tomó forma, la vida
oculta emergió, y las cosas creadas fueron llevadas a su destino. Salmos 104.
30 y Job 33. 4 ilustran aún más claramente la obra del Espíritu Santo en la
creación. Job nos informa que el Espíritu Santo tuvo una parte especial en la
creación del hombre; y Salmos 104, que Él realizó una obra similar en la
creación de los animales, de las aves y los peces, pues sus dos versículos
previos implican que el versículo 27 “Envías tu Espíritu, son creados” no se
refiere al hombre, sino a la monstruos que juegan en lo profundo.
Se ha conferido, que la materia de la
cual Dios hizo al hombre, ya se encontraba presente en el polvo de la tierra;
que el tipo de su cuerpo estuvo en gran medida presente en el animal; y que la
idea del hombre y de la imagen sobre la que él iba a ser creado, ya existían;
aun así, en Job 33. 4 se hace evidente que el hombre no llegó a ser, sin que
antes mediara una obra especial del Espíritu Santo. Por lo tanto, Salmos 104.
30 demuestra que, aunque ya existía la materia de la cual la ballena y el
unicornio se debían hacer, y el plan o modelo se encontraba en el consejo
divino, aun, una acción especial del Espíritu Santo era necesaria para
causarles su existencia. Esto se hace aun más evidente, en vista del hecho de
que ninguno de los pasajes se refiere a la primera creación, sino a un hombre y animales
formados más
tarde.
Pues Job no habla de Adán y Eva, sino de
sí mismo. Él dice: “El espíritu de Dios me hizo, y el soplo del Omnipotente me dio vida”
(Job 33. 4). En Salmos 104, David no se refiere a los monstruos de las
profundidades creados en el principio, sino a aquellos que estaban recorriendo
los cursos del mar mientras él cantaba este salmo. Si, por lo tanto, los
cuerpos de los hombres existentes y de los mamíferos, no son creaciones
inmediatas, sino que se han tomado a partir de la carne y sangre, de la
naturaleza y del tipo de seres existentes; entonces se hace más evidente que el
hecho que el Espíritu Santo se cierna sobre lo no formado, es un acto presente;
y que por lo tanto, Su obra creativa consistía en poner de manifiesto la vida
ya oculta en el caos, esto es, en los microorganismos de la vida.
Esto concuerda con lo que se dijo en un
principio en relación al carácter general de Su obra.
“Conducir a su destino”, es traer a la
vida escondida, provocar que la belleza oculta se revele a sí misma y despertar
actividad en las energías adormecidas.
Pero se debe evitar representarla como
una obra que fue realizada en fases sucesivas- primero por el Padre, cuya obra
terminada fue tomada por el Hijo, después de lo cual el Espíritu Santo completó
la obra así preparada. Tales representaciones son indignas de Dios. En las actividades
divinas existe distribución, pero no división; es por ello que Isaías declara que el Espíritu
del Señor, es decir, el Espíritu Santo, dirigió desde el principio- así es,
desde antes
del principio- todo lo que iba a
venir a través de la obra completa de la creación.
C.
EL HOMBRE EN SU CALIDAD DE CRIATURA
“El espíritu de Dios me hizo, Y el soplo
del Omnipotente me dio vida”.- Job 33. 4.
El Dios Eterno y siempre Bendito entra
en contacto vital con la criatura, a través de un acto que no procede del Padre
ni del Hijo, sino del Espíritu Santo.
Traspasados de la muerte hacia la vida,
por la gracia soberana, los hijos de Dios son conscientes de esta comunión
divina; ellos saben que no consiste en un acuerdo íntimo de predisposición o
inclinación, sino en el contacto misterioso de Dios sobre su ser espiritual.
Pero también saben que ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu Santo, es Quien
ha hecho de sus corazones Su templo. Es cierto que Cristo viene a nosotros a
través del Espíritu Santo, y que a través del Hijo tenemos comunión con el
Padre, de acuerdo a Su palabra, “Yo y el Padre vendremos a ustedes, y haremos
Nuestra morada en ustedes”; pero todo estudiante inteligente de la Biblia, sabe
que es especialmente el Espíritu Santo quien entra en su persona y toca su más
íntimo ser.
El hecho que el Hijo encarnado haya
entrado en más estrecho contacto con nosotros, no prueba nada en contra de
esto. Cristo nunca ha entrado en una persona humana. Él tomó sobre Sí mismo nuestra naturaleza humana, con la que Se unió mucho más
estrechamente de lo que lo hace el Espíritu Santo; pero no tocó el hombre íntimo
y su personalidad oculta. Por el contrario, dijo que era
conveniente para los discípulos que Él se fuera; “…porque si no me fuera, el
Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Jn. 16. 7).
Más aun, la Encarnación no fue llevada a cabo sin el Espíritu Santo, quien vino
sobre María; y las bendiciones que Cristo impartió a todos alrededor de Él,
fueron en gran parte debido al don del Espíritu Santo que Le fue dado sin
medida.
Por lo tanto, la idea principal
permanece indemne: Cuando Dios entra en contacto directo con la criatura, es la
obra del Espíritu Santo la que efectúa dicho contacto. En el mundo visible,
esta acción consiste en encender y avivar la chispa de la vida; por lo tanto,
es muy natural y está en plena armonía con el tenor general de la enseñanza de
las Escrituras, que el Espíritu de Dios se mueva sobre la superficie de las
aguas, y que traiga a existencia las huestes de los cielos y la tierra,
ordenadas, con aliento, y resplandecientes.
Además de esta creación visible, existe
también una invisible, la cual, en lo que a nuestro mundo se refiere, se
concentra a sí misma en el corazón del hombre; por lo tanto, en segundo lugar,
debemos ver en qué medida la obra del Espíritu Santo puede ser rastreada en la creación
del hombre.
No hablamos del mundo animal. No porque
el Espíritu Santo no tenga nada que ver con su creación. A través de Salmos 104.
30, hemos demostrado lo contrario. Más aun, nadie puede negar los admirables
rasgos de astucia, amor, fidelidad y gratitud que se encuentran en muchos
animales. Aunque no seríamos tan necios como para basarnos en ello para decir
que el perro es mitad humano; pues evidentemente, estas propiedades
de animal superior no son sino preformaciones instintivas, bocetos del Espíritu
Santo, llevados a su destino correcto únicamente en el hombre.
Y aun así, aunque estos rasgos puedan
resultar impactantes, en el animal no encontramos una persona. El animal procede del mundo de la
materia, y regresa a él; sólo en el hombre aparece lo que es nuevo, invisible y
espiritual, dándonos la justificación para que busquemos una obra especial del
Espíritu Santo en su creación.
De sí mismo, esto es, de un hombre, Job declara: “El espíritu de Dios me
hizo, Y el soplo del Omnipotente me dio vida” (Job 33. 4). El Espíritu de Dios me ha hecho. Aquello que soy como una personalidad
humana, es la obra del Espíritu Santo.
A Él debo lo humano y lo personal que me constituyen como el ser que soy. Y
añade: “Y el soplo del Omnipotente me dio vida”, lo que, evidentemente, hace
eco de las palabras: “Entonces Jehová Dios sopló en su nariz aliento de vida”
(Gn. 2. 7).
Al igual que Job, usted y yo deberíamos
sentir y reconocer que somos creados en Adán; cuando Dios creó a Adán, Él nos
creó a nosotros;
en la naturaleza de Adán, Él
llamó a existencia la naturaleza en la que ahora vivimos. Gn. 1 y 2 no es el
registro de extranjeros, sino de nosotros
mismos- en cuanto a la carne y la
sangre que llevamos con nosotros- la naturaleza humana en la que nos sentamos a
leer la Palabra de Dios.
Aquél que lee su Biblia sin esta
aplicación personal, lee fuera de propósito. Le deja frío e indiferente. Puede
encantarlo durante su infancia, cuando uno es aficionado a cuentos e historias,
pero no tiene ningún control sobre él en los días de conflicto, cuando se
encuentra con los hechos y realidades más duros de la vida. Pero, si nos
acostumbramos a ver en este registro, la historia de nuestra propia carne y
sangre, de nuestra propia naturaleza y vida humanas, y reconocemos que por
generación humana brotamos de Adán y, por lo tanto, estábamos en Adán cuando él
fue creado entonces sabremos que cuando Dios formó a Adán del polvo, también
nos formó a nosotros; que también estábamos en el Paraíso; que la caída de Adán
fue también la nuestra.
En una palabra, la primera página de
Génesis no se relaciona a la historia de un extranjero, sino a la de nuestros
auténticos propios seres. El aliento del Todopoderoso nos dio vida, cuando el
Señor formó al hombre del polvo, y sopló en su nariz y lo hizo un alma
viviente. La raíz de nuestra vida se encuentra en nuestros padres, pero a
través y más allá de ellos, la tierna fibra de esa raíz se remonta a través de
la larga línea de generaciones, y recibió sus primeros comienzos cuando Adán
respiró por primera vez el aire puro de Dios, en el Paraíso.
Y, sin embargo, aunque en el paraíso
recibimos el primer inicio de nuestro ser, también existe un segundo inicio de nuestra vida, es decir, cuando
cada uno de nosotros fue llamado individualmente
a ser, a través de la raza, por
la concepción y el nacimiento. Y sobre esto, Job también testifica: “El
espíritu de Dios me dio vida”. (Job 33. 4)
Y nuevamente, en la vida del hombre
pecador, existe un tercero inicio, cuando a Dios le agrada convertir a los
malvados; y de esto también testifica el alma dentro de nosotros: “El espíritu
de Dios me dio vida”.
Dejando este nuevo nacimiento fuera de
cuestión, el testimonio de Job nos muestra que él estaba consciente del hecho
que debía a Dios tanto su existencia como hombre, como persona, como un yo- y
por lo tanto- su creación en Adán, así como su ser personal. ¿Y qué nos enseñan las Escrituras
acerca de la creación del hombre? Lo siguiente: que el polvo de la tierra de la
cual Adán fue formado, fue tan trabajado, que se convirtió en un alma viviente,
lo que señala el ser humano. El resultado no fue una mera criatura
que se mueve, gatea, come, bebe y duerme, sino un alma viviente
que vino a existencia en el
momento en que el aliento de vida fue soplado hacia el polvo. No vino primero
el polvo y, a continuación, la vida humana al interior del polvo, y después de
eso, el alma con todas sus facultades superiores dentro de esa vida humana; no,
sino que tan pronto como se manifestó la vida en Adán, él fue un hombre, y todos sus preciosos dones fueron su
dote natural.
El Hombre pecador que nace de lo alto, recibe dones que
están por
encima de la naturaleza.
Por esta razón, el Espíritu Santo
solamente mora
en el pecador viviente. Pero en
el cielo esto no será así, pues en la muerte, la naturaleza humana resulta
cambiada en forma total, de modo que el impulso de pecar desaparece
completamente; es por esto que en el cielo, el Espíritu Santo obrará en la misma
naturaleza humana para siempre y
eternamente. En el estado actual de humillación, la naturaleza del regenerado
sigue siendo la naturaleza de Adán. El gran misterio de la obra del Espíritu
Santo en él, es el siguiente: que en y por esa naturaleza corrupta y rota, Él obra
las obras
santas de Dios. Es como
la luz que brilla a través de los paneles de nuestra ventana, que de ninguna
manera puede mantenerse invariable bajo el efecto del vidrio.
En el Paraíso, sin embargo, la
naturaleza del hombre estaba completa, intacta; todo acerca de él era santo.
Debemos evitar el peligroso error de que el recientemente creado hombre tenía
un grado inferior
de santidad. Dios hizo al hombre
recto, sin nada de él o en él que estuviera torcido.
Todas sus inclinaciones y facultades eran puras y santas, en todo su
funcionamiento. Dios se deleitaba en Adán, vio que él era bueno; con seguridad,
no se podría desear nada más.
En este sentido, Adán difería del hijo
de Dios por gracia, en que aquél no tenía vida eterna; debía alcanzarla como
recompensa por las obras santas. Por otro lado, Abraham, el padre de los
fieles, comienza con vida eterna, de la que las obras santas debían proceder.
Así pues, un contraste perfecto. Adán
debía alcanzar la vida eterna a través de las obras.
Abraham, tiene vida eterna a través de
la cual obtiene las obras santas. De este modo, para Adán, no puede haber
morada interior del Espíritu Santo. No existía ningún antagonismo entre él y el
Espíritu. Entonces, el Espíritu podía impregnarlo, y no solamente morar en él. La naturaleza del hombre pecador
rechaza al Espíritu Santo, pero la naturaleza de Adán lo atraía, lo recibía
libremente, y lo dejaba inspirar su ser.
Nuestras facultades e inclinaciones se
encuentran dañadas, nuestros poderes están debilitados, las pasiones de
nuestros corazones, corrompidas: por lo tanto, el Espíritu Santo debe venir a
nosotros desde fuera. Sin embargo, como todas las facultades de Adán
estaban intactas, y toda la expresión de su vida interior, imperturbable,
entonces, el Espíritu Santo podía obrar a través de los poderes y acciones comunes de su naturaleza. Para Adán, las cosas espirituales no
eran bienes sobrenaturales, sino naturales- excepto por la vida eterna, que él debía
ganar por el cumplimiento de la ley. Las Escrituras expresan esta unidad entre
la vida natural de Adán y los poderes espirituales, mediante la identificación
de ambas expresiones: “Respirar el aliento de vida” y “convertirse en un alma
viviente” (Gn. 2. 7).
Otros pasajes muestran que esta
“inhalación” divina indica, especialmente, la obra del Espíritu. Jesús sopló
sobre Sus discípulos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. 20. 22). Él
compara el Espíritu Santo con el viento. En ambos idiomas bíblicos, el hebreo y
el griego, la palabra espíritu significa viento, respiración o soplido. Y tal
como la Iglesia confiesa que el Hijo es eternamente generado por el Padre,
entonces confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como por
la respiración. Por lo tanto, se concluye que el
pasaje “y sopló en su nariz aliento de vida” (Gn. 2. 7)- en relación con: “el
Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gn. 1. 2) y las palabras
de Job: “El espíritu de Dios me dio vida (Job 33. 4) apuntan a una obra
especial del Espíritu Santo.
Antes de que Dios soplara el aliento de
vida sobre el polvo inerte, se produjo una conferencia en la economía del Ser
divino: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen, conforme a Nuestra semejanza” (Gn.
1. 26) Esto demuestra –
EN PRIMER LUGAR, que cada Persona divina tenía un trabajo
bien definido en la creación del hombre- “Hagamos al hombre”. Antes de esto se
utiliza el singular de Dios, “Él habló”, “Él vio”; pero ahora se utiliza el
plural “Hagamos al hombre”, lo que implica que, aquí especialmente y con mayor
claridad que en cualquier pasaje que le precede, las acciones de las Personas
se han de diferenciar.
EN SEGUNDO LUGAR, que el hombre no fue creado vacío, para luego ser dotado de mayores facultades
y poderes espirituales, sino que el propio acto de la creación lo hizo a la
imagen de Dios, sin ninguna posterior adición a su ser. Porque leemos: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen, conforme a
Nuestra semejanza”. Esto nos asegura que el hombre recibió, por creación inmediata, la impresión de la imagen divina; que
en la creación, cada una de las Personas divinas realizó una obra definida; y
por último, que la creación del hombre en relación con su destino superior, fue
efectuada por aliento de Dios.
Esta es la base para nuestra
declaración, respecto de que la obra creativa del Espíritu estaba haciendo de
todos los poderes y dones del hombre, instrumentos para Su propio uso, conectándolos
en forma vital e inmediata con los poderes de Dios. Esto concuerda con las enseñanzas
bíblicas acerca de la obra regeneradora del Espíritu Santo, que aunque en forma
diferente, también hace que el poder y la santidad de Dios entren en contacto
inmediato con los poderes humanos.
Por lo tanto, negamos la frecuente
afirmación de teólogos éticos, que dice que el Espíritu Santo creó la personalidad del hombre, ya que esto se opone a toda
la economía de las Escrituras.
Porque, ¿qué es nuestra personalidad,
sino la realización del plan de Dios en relación con nosotros? Tal como desde
la eternidad, Dios nos ha ideado a cada uno como distinto de los otros hombres,
con nuestro propio sello, historia de vida, vocación y destino- y como tal,
cada uno debe desarrollarse y mostrarse para llegar a ser una persona. Sólo de
esa manera, cada uno obtiene carácter; cualquier otra cosa así llamada es
orgullo y arbitrariedad.
Si nuestra personalidad es consecuencia
directa del plan de Dios, entonces ella y todo lo que tenemos en común con
todas las demás criaturas no puede provenir del Espíritu Santo, sino del Padre;
como todas las otras cosas, recibe su disposición del Hijo, y el Espíritu Santo
actúa sobre ella como sobre cualquier otra criatura, encendiendo la chispa e
impartiendo el resplandor de la vida.
D.
DONES Y TALENTOS
“Y el Espíritu de Jehová vino sobre
él”.- Jue. 3. 10.
Ahora consideraremos la obra del
Espíritu Santo en el otorgar dones, talentos y habilidades, a hombres artistas
y profesionales. Las Escrituras declaran que la animación y capacitación especiales
para el trabajo, que han sido asignadas a las personas por Dios, proceden del Espíritu
Santo.
La construcción del tabernáculo requirió
de trabajadores capaces, hábiles carpinteros, orfebres y plateros, y maestros
en las artes de tejer y bordar. ¿Quién se los suministrará a Moisés? El Espíritu
Santo. Pues leemos en Éxodo 31. 2,3: “Mira, yo he llamado por nombre a Bezaleel
hijo de Uri y lo he llenado del Espíritu de Dios, en sabiduría y en
inteligencia, en ciencia y en todo arte, para inventar diseños, para trabajar
en oro, en plata y en bronce, y en artificio de piedras para engastarlas, y en
artificio de madera; para trabajar en toda clase de labor”. El versículo 6
muestra que esta acción del Espíritu Santo incluía otras: “y he puesto
sabiduría en el ánimo de todo sabio de corazón, para que hagan todo lo que te
he mandado”. Y para dar mayor luz sobre este tema, las Escrituras también
dicen: “y los ha llenado de sabiduría de corazón, para que hagan toda obra de
arte y de invención, y de bordado en azul, en púrpura, en carmesí, en lino fino
y en telar, para que hagan toda labor, e inventen todo diseño” (Éxodo 35. 35).
La obra del Espíritu no sólo se muestra
en simple mano de obra calificada, sino también en las esferas más elevadas del
conocimiento humano y la actividad mental; pues el genio militar, la perspicacia
jurídica, el arte de gobernar, y el poder para inspirar a las masas con
entusiasmo, son igualmente atribuibles a Él. Esto es generalmente expresado en
las palabras, “Y el Espíritu del Señor vino sobre…” tal héroe, juez, estadista,
o tribuna de la gente, especialmente en los días de los jueces, cuando se dijo
de Josué, Otoniel, Barac, Gedeón, Sansón, Samuel, y otros que el Espíritu del
Señor vino sobre ellos. También se dijo respecto de Zorobabel reconstruyendo el
templo: “…ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los
ejércitos”. (Zac. 4. 6). Incluso del rey de los paganos, Ciro, leemos que Jehová
lo había llamado a Su obra y le ungió con el Espíritu del Señor Is. 45:1.
Esta última instancia introduce otro
aspecto del asunto, es decir, la acción del Espíritu Santo en el capacitar a
los hombres para funciones de oficio. Pues, aunque esta acción sobre y a través
del oficio recibe su pleno significado sólo en la dispensación de la gracia,
aun así, el caso de Ciro muestra que el Espíritu Santo tiene inicialmente una
obra que llevar a cabo en este sentido, la cual no sólo es resultado de la
gracia, sino que pertenece esencialmente a la naturaleza de la obra, aunque
sólo es evidente en la historia de las relaciones especiales de Dios con Su
propio pueblo.
En la lucha entre Saúl y David, resulta
especialmente notable. No existe ninguna razón para considerar a Saúl como uno
de los escogidos de Dios. Luego de su ungimiento, el Espíritu Santo, viene
sobre él, permanece con él, y obra sobre él, mientras él siga siendo el rey escogido
del Señor sobre Su pueblo. Pero, tan pronto como, por desobediencia deliberada,
pierde ese favor, el Espíritu Santo se aparta de él y un mal espíritu del Señor
lo atribula.
Evidentemente, esta obra del Espíritu
Santo no tiene nada que ver con regeneración. Durante un tiempo puede obrar
sobre un hombre y luego apartarse de él para siempre; mientras que la obra
salvadora del Espíritu, aunque puede ser suspendida por un tiempo, nunca puede perderse
totalmente. La conmovedora oración de David, “no quites de mí tu santo
Espíritu” (Salmos 51. 11), debe, por lo tanto, referirse a los dones que lo
califican para el oficio real. David tuvo el terrible ejemplo de Saúl antes que
él. Él había visto en lo que se convierte un hombre a quien el Espíritu Santo
abandona a sí mismo, y su corazón temblaba por la posibilidad de que un
espíritu maligno viniera sobre él, y de tener un final tan triste como el de
Saúl. Como Judas, Saúl muere al cometer suicidio.
De la enseñanza, en todas las
Escrituras, concluimos que el Espíritu Santo tiene una obra en relación con las
artes mecánicas y las funciones de oficio- en cada talento especial mediante el
que algunos hombres sobresalen en tal arte u oficio. Esta enseñanza no consiste
simplemente en que esos dones y talentos no son del hombre sino de Dios, como
todas las demás bendiciones, sino que ellos no son la obra del Padre, ni la del
Hijo, sino la del Espíritu Santo.
La distinción descubierta en la
creación, puede ser observada aquí: dones y talentos vienen del Padre; son
dispuestos para cada personalidad por el Hijo, y encendidos como por una chispa
que proviene de arriba, por el Espíritu Santo.
Se distingue el arte en sí, el talento
personal para practicarlo, y
la vocación
asociada a él.
El arte no es una invención del hombre, sino una
creación de Dios. En todas las naciones y las épocas, los hombres se han
dedicado al arte de tejido, bordado, costura, extracción y fundición de metales
nobles, corte y pulido de diamantes, moldeado de hierro y bronce; y en todos
estos países y épocas, sin conocer de los esfuerzos mutuos, se han aplicado las
mismas artes a todos estos materiales. Por supuesto que existe alguna
diferencia. El trabajo oriental lleva un sello muy diferente al de Occidente.
Incluso el trabajo francés y el alemán difieren. Sin embargo, bajo esas
diferencias, el esfuerzo, el arte aplicado, el material, el ideal perseguido,
es el mismo.
Así, también, el arte no alcanzó
perfección de una sola vez; entre las naciones, las formas que en un principio
fueron crudas y torpes, gradualmente se convirtieron en formas puras, refinadas
y hermosas. Las sucesivas generaciones mejoraron sobre los logros anteriores,
hasta que entre las diversas naciones, se alcanzó relativa perfección del arte
y la habilidad. De ahí que el arte no es el resultado del pensamiento y el
propósito del hombre, sino que Dios ha puesto en diversos materiales
determinadas posibilidades de ejecución; y el hombre debe lograr, mediante la
aplicación de esta ejecución, lo que se encuentra en ese material y no lo que
sea que el mismo hombre escoja.
Dos cosas deben cooperar para efectuar
esto. En la creación de oro, plata, madera, hierro, Dios tiene que haber
depositado en ellos ciertas posibilidades; y haber creado poder inventivo en la
mente del hombre, perseverancia en su voluntad, fuerza muscular, visión precisa
y delicadeza de tacto y acción en sus dedos, calificándolo así para desarrollar
lo que se encuentra latente en los materiales. Dado que este trabajo tiene la
misma naturaleza en todas las naciones, el progreso perpetuo de la misma gran
obra que está siendo alcanzado de acuerdo con el mismo plan majestuoso, a
través de sucesivas generaciones- todas las aptitudes artísticas y habilidades
ejecutivas deben ser forjadas en el hombre por medio de un poder superior y de
acuerdo a un mandato superior.
Al observar los tesoros de una
exposición industrial a la luz de la Palabra revelada, se verá en su desarrollo
progresivo y unidad genética la caída del orgullo humano, y se exclamará: “¡Qué
es todo este arte y habilidad, sino la manifestación de las posibilidades que
Dios ha puesto en estos materiales, y de los poderes de la mente y el ojo y el
dedo que Él ha dado a los hijos de los hombres!”
Consideremos, ahora, el talento
personal como completamente distinto del arte.
El orfebre en su arte, y el juez en su
oficio, entran en una obra de Dios. Cada uno trabaja en su vocación divina, y
todas las habilidades y el juicio que se pueden desarrollar dentro de ella provienen
de los tesoros del Señor.
Aún así, un obrero difiere de otro
obrero, un general de otro general. Uno de ellos sólo copia el producto de la
generación previa a él, y lo lega sin aumentar la habilidad artística. Empezó como
aprendiz, e imparte esta habilidad a otros aprendices, pero la destreza
artística es la misma. El otro, manifiesta algo parecido a un genio.
Rápidamente supera a su maestro; ve, toca, descubre algo nuevo. En su mano el
arte es enriquecido. Le es dado, desde los tesoros de la habilidad artística
divina, transferir belleza nueva hacia la habilidad humana.
Así también respecto de hombres en el
oficio y la profesión. Miles de oficiales entrenados en nuestras escuelas
militares se conviertan en buenos maestros de la ciencia de la estrategia tal como
se ha practicado hasta ahora, pero no le añaden nada; mientras que entre estos
miles puede haber dos o tres dotados de genio militar, quienes en caso de
guerra, asombrarán al mundo por sus brillantes hazañas.
Este talento, este genio individual tan
íntimamente relacionado con la personalidad del hombre, es un don. Ningún poder en el mundo, puede
crearlo en el hombre que no lo posee. El niño nace con o sin él; si es sin él:
ni educación, ni rigurosidad- ni siquiera la ambición- pueden llamarlo a
existencia. Pero, como el don de gracia es libremente otorgado por el Dios
soberano, así también ocurre con el don de la genialidad. Cuando la gente ora,
no debería olvidar pedirle al Señor que levante entre ellos hombres de talento,
héroes del arte y del oficio.
Cuando en 1870 Alemania obtenía sólo
victorias, y Francia sólo derrotas, fue la soberanía de Dios la que dio a la
primera generales talentosos, y en desaprobación, se los negó a la segunda.
Consideremos la vocación.
Oficiales y mecánicos tienen una alta
convocatoria. No todos tienen la misma habilidad. Uno está adaptado para el
mar, otro para el arado. Uno de ellos es una persona torpe en la fundición,
pero un maestro en el tallado de madera, mientras que otro es todo lo
contrario. Esto depende de la personalidad, la naturaleza y el deseo. Y puesto
que el Espíritu Santo ilumina la personalidad, Él también determina el llamado
de cada hombre al oficio o profesión. Lo mismo se aplica a la vida de las
naciones. Los franceses se destacan en el gusto, así como en la realización de
arte; mientras que los ingleses parecen creados para el mar, nuestros maestros en
todos los mercados del mundo. El Espíritu Santo da incluso la habilidad y el
talento artísticos a una nación de una sola vez, y la retira de igual manera.
Holanda, hace tres siglos, superó a toda Europa en tejido, en manufactura de
porcelana, en imprenta, en pintura y en grabado.
Pero, ¡Cuán gran descenso posterior en
estas áreas! -aunque ahora el progreso aparece de nuevo.
Lo que encontramos en Israel tiene
relación con esto. Esta misma sed y capacidad de conocimiento, han causado que
el hombre caiga. El primer impulso dado a la habilidad artística fue entre los
descendientes de Caín: los Jubales y los Jabales y los Tubal-Caín fueron los primeros
artistas. Y aun así, todo este desarrollo, aunque se alimentaba de los tesoros
de Dios, se apartó más y más de Él; mientras que Su propio pueblo no lo tenía
en absoluto. En los días de Samuel, no se había encontrado ningún herrero en
toda la tierra de Canaán.
Por lo tanto, el Espíritu que viene
sobre Bezaleel y Aholiab, sobre Otoniel y Sansón, sobre Saúl y David, significa
algo más que un mero impartir de habilidades y talentos artísticos;
particularmente, la restauración de lo que el pecado había corrompido y
manchado. Y, por tanto, la iluminación de un Bezaleel vincula la obra del
Espíritu Santo a la creación material y a la de la dispensación de la gracia.