En el
estudio anterior vimos que, por regeneración, el Espíritu Santo resucita a los
hombres muertos, hombres que están tan muertos espiritualmente como el cuerpo
del soldado que ha estado tirado en el campo de batalla por una semana. El
Espíritu Santo da a los hombres muertos, vida espiritual, de manera que puedan
llevar a cabo acciones buenas, acciones que le resultaban imposibles cuando
estaban muertos. Este es un gran milagro.
Hay una
diferencia abismal entre esta vida espiritual y la muerte que la precedió. Sin
embargo, es más que evidente que esta vida a menudo es enfermiza. Porque es un
hecho que el cristiano sigue pecando. A veces peca tanto que casi parece como
si la nueva vida lo hubiera abandonado por completo, y que volviera a estar
muerto. Pero sabemos que no está muerto. Sus debilidades no serán para muerte,
no son incurables. Al contrario, estas debilidades irán desapareciendo
gradualmente. Entre tanto, sin embargo, no hay duda de que realmente es
enfermizo.
Que la
persona nacida de nuevo peca es obvio. Lo atestiguan tanto su propia
experiencia como la Escritura. Todo cristiano está consciente, muy a su pesar,
de las fallas pecaminosas de su vida. A veces, incluso, puede sentirse decaído
al aparente triunfo del pecado en su vida, y quizá exclame con Pablo el
convertido, ‘Miserable de mí’ (Rom. 7: 24). Humildemente percibe la necesidad
de la oración que Cristo enseño a los ya salvos: ‘Perdónanos nuestros pecados’.
Juan confirma esto cuando señala que si alguien, incluyendo los regenerados,
dice que no tiene pecado, se engaña a sí mismo, la verdad no está en él, y hace
a Dios mentiroso (1ª Jun. 1: 8-10).
De hecho, la
verdad sorprendente es que cuanto más santo y más santificado se encuentra un
cristiano, mayor es la conciencia que tiene de su propio pecado. Cuanto más
cerca está una persona del Dios santo, tanto más aguda es su percepción del
pecado. No sólo sus pecados evidentes lo entristecen más, sino también, los
pecados que antes no lo turbaba, porque
parecían sin importancia, ahora los ve con claridad. Como Pablo había alcanzado
ese grado elevado de santidad, y por ello se había vuelto sensible al pecado,
se quejaba, ‘Miserables de mí’. Fue exactamente como cuando Isaías tuvo la
visión de Jehová, y cuando lo serafines exclamaron: ‘Santo, Santo, Santo,
Jehová de los ejércitos’, Que Isaías dijo: ¡Ay de mí! Que soy muerto; porque
siendo hombre inmundo de labios’, (Is. 6: 5). Así pues, no hay nadie
completamente santo en esta vida, ni siquiera los santos más destacados de
Dios. El hombre regenerado sigue pecando; aunque tiene vida, es enfermizo.
Aclaración: el
cristiano regenerado peca espontáneamente, no de práctica continua, o de
premeditación de pecado.
Esto plantea
este problema: ¿Cómo puedo superar este pecado? ¿Cómo puedo dominar la ira, el
mal genio, el odio, la envidia, los deseos sexuales, y otros males que moran
dentro de mí? Todos los cristianos de verdad están preocupados por esto. Buscan
el triunfo sobre el pecado en sus vidas. ¿Cómo lo conseguirán?
La respuesta
que da la Biblia a este acuciante y agudo problema se encuentra en el título de
este estudio. ‘El Espíritu Santo y la santificación. El Espíritu eterno de Dios
es la fuente de santificación. Al fin de aclarar esto en forma total, sin
embargo, es necesario, ante todo, analizar dos soluciones que a menudo se han
dado a este problema del pecado; ambas no son bíblicas y por consiguiente
erróneas. Una consiste en lo siguiente: luche contra el pecado lo más que
pueda. Y la otra es diametralmente opuesta: No luche contra el pecado. Si
descubrimos el error de estas dos soluciones, entenderemos en forma más precisa
cual es la única solución genuina: la respuesta bíblica.
LA PRIMERA
RESPUESTA, nos manda
confiar en nuestra propia fortaleza. Pone la santificación sobre nuestros
hombros. Se nos dice que controlemos nuestros deseos pecaminosos por medio de
la razón. Se subrayan las ventajas de la virtud y las promesas del evangelio.
Se muestra lo razonables que son nuestras obligaciones para con Dios. Se
mencionan las consecuencias del pecado tanto para el cuerpo como para el alma,
aquí y en la eternidad. Si se sabe lo que es bueno y santo, se añade: sea Señor
de su propia vida. Domine todas las tendencias malas, ejercítese en la
disciplina, en la voluntad, en los buenos propósitos, y el dominio propio que
está en uno mismo. Siga el ejemplo de un hombre como benjamín franklin, quien
menciona en su autobiografía cómo se mejoró así mismo, efectuando una
comprobación diaria de todos sus malos hábitos. Si conocemos lo que es justo,
utilizamos nuestra razón y voluntad, podemos vencer el pecado con nuestra propia
fuerza.
LA SEGUNDA
REPUESTA, que se ha
propuesto es diametralmente opuesta a la anterior, y es igualmente errónea. Si
el error de la primera solución fue afirmar que debemos luchar contra el pecado
con nuestra propia fuerza, el error de esta segunda solución es creer que no
debemos luchar para nada, en contra del pecado, sino dejar que Cristo lo haga
por nosotros. Es la diferencia entre las dos consignas: ‘Hacerlo todo’ y ‘No
hacer nada’.
Ciertos
lideres afirman, por ejemplo, que ‘la liberación (del pecado) no se consigue co
la lucha y el esfuerzo penoso, con propósitos serios y la auto-negación.’ Si el
hombre hace algo para vencer el pecado, el pecado lo vencerá a él. El hombre
debe ‘simplemente dar oportunidad a Dios para que El tome posesión completa de
su personalidad, el Espíritu Santo desea liberar la personalidad, pero no puede
hacerlo hasta que el hombre se lo permita.
En los
Estados Unidos de América, Hannah Whitall Smith en el secreto del cristianismo
para una vida feliz, puso de relieve que el cristiano se debe entregar por
completo al señor. Debe poner su vida en manos del Hacedor al igual que la
arcilla está en manos del alfarero, y por consiguiente estar pasivo. ‘El
alfarero debe desarrollar toda la labor’ ‘Cuando hemos puesto nuestra vida en
manos del Señor el papel que nos corresponde es simplemente ‘Estar quietos’ ‘Y
debemos recordar esto, que si nosotros llevamos una carga cualquiera, el Señor
no la lleva’. Trumbull, en su movimiento `vida victoriosa’, sugirió la
consigna, ‘Abandónese a Dios’. También dijo, ‘Si no es fácil, no es bueno’.
‘Cualquier triunfo que uno alcance por esfuerzo propio es una impostura. Si uno
tiene que esforzarse por triunfar, no se trata de un triunfo verdadero’. ‘No
debemos tratar de no pecar’. Tales esfuerzos ‘pueden y de hecho así lo hacen
impedir el triunfo’. Cuando el triunfo se alcanza será un ‘Triunfo por la
libertad y no une triunfo por la lucha’, ‘libertad sin esfuerzo’ de todos ‘los
impulsos pecaminoso’. ‘Por consiguiente, basta de esforzarse. Dejen que Él lo
haga todo.
A menudo en
estos movimientos lo que se subraya es la segunda bendición. Se enseña que, al
igual que el hombre recibe a Cristo en la justificación no por obras sino por
fe, así también el hombre recibe a Cristo en una segunda oportunidad en la
santificación, por un acto de fe que es un distinto y separado de aquel por el
cual quedó justificado. Creen que, al igual que en la justificación el
cristiano recibe a Cristo de una forma instantánea y completa, así también en
la santificación recibe a Cristo de repente, en un abrir y cerrar de ojos, y no
gradualmente. La diferencia consiste en que la primera vez recibe a Cristo como
Salvador persona, y en la segunda ocasión como Señor suyo, y El da el triunfo
completo sobre todo pecado conocido. Esto es lo que llaman perfección
instantánea, completa, por medio de la segunda bendición.
Estas dos
soluciones acerca del triunfo sobre el pecado no son bíblicas. El hombre nunca
alcanzará santidad sólo con el más grande esfuerzo personal. Se necesita al
más, ayuda sobrenatural, sin esforzarse con todo lo que hay en él. Pero el
triunfo sobre el pecado sí puede conseguirse lo que superficialmente podría
aparecer como una combinación de estos dos elementos. El secreto de la
santidad, según la Biblia, se encuentra en una actividad doble: la acción de
Dios en nosotros y nuestra propia acción también. Este es el camino del triunfo
para el cristiano.
Lo primero
que se necesita para conseguir triunfar sobre el poder del pecado en nuestras
vidas es la acción regeneradora del Espíritu Santo. Como el Espíritu esta
actuando en nuestra vida. Jesucristo viene a morar en nuestro corazón. Quedamos
místicamente unidos a Él. No se trata de una unión por medio del recuerdo. Ni
por medio de algún sentimiento, ni por medio del amor, como podría existir
entre dos amigos. Antes bien, en una forma ontológica, Cristo viene a morar en
nuestra vida y queda unido a nosotros. La unión es tan real, aunque no
idéntica, como la unión de los sarmientos con la vid (Jun. 15: 5), o del Hijo
con el Padre en la Trinidad (Jun. 17: 21) o de la cabeza con el cuerpo (Ef. 4:
16-17). De esta realidad puede decir Pablo: ‘Con Cristo estoy juntamente
crucificado, Y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí’ (Gál. 2: 20).
Cuando el
Espíritu regenera de esta forma, y se establece esa unión con Cristo, entonces
le sigue el triunfo sobre el pecado, triunfo que es instantáneo y no gradual.
Claro que no hay una erradicación completa del pecado de la vida del cristiano
que vive sobre la tierra; pero si hay un triunfo que queda garantizado en un
momento, de forma que Juan puede escribir, ‘Todo lo que es nacido de Dios vence
al mundo’ (1ª Jun. 5: 4). Y Pablo puede afirmar enfáticamente, ‘El pecado no se
enseñoreará de vosotros’ (Rom. 6: 14). El pecado queda derrotad. El pecador
triunfa. Claro que seguirá pecando (1ª Jun. 1: 8), pero será contra su propia
voluntad, de forma que ya no soy yo quien hace aquello, si no el pecado que
mora en mí’ (Rom. 7: 17). A veces puede, parecer que ya no hay esperanza y que
es más victima del pecado que triunfador sobre él. Sin embargo, el que ha
nacido del Espíritu y se ha unido a Cristo no se puede abandonar al pecado,
porque está muerto a él, y el pecado no puede tener poder sobre él. El pecado
puede dominarlo momentáneamente y de
distintas formas, pero en último término quedará completamente erradicado en
todas sus posibles formas. Satanás ha recibido un golpe mortal, está condenado.
Pero entre tanto sigue luchando a un estando moribundo.
El triunfo
se puede comprar al de la victoria aliada sobre los japoneses en 1945. Se
consiguió la victoria. Los japoneses se rindieron. La lucha acabó. Pero incluso
después del tratado de paz y de que la gran masa del ejército japonés hubo
capitulado, algunos siguieron luchando cuando lo americanos trataron de ocupar
las islas. Así también, en la vida de todo aquel que está místicamente unido
con Cristo Jesús, se ha conseguido el triunfo. Satanás y el pecado han sido
derrotados. Ya ha sucedido. Pero sigue habiendo guerra de guerrillas
esporádicamente, y en ciertas ocasiones alcanzan dimensiones considerables,
pero el triunfo se ha conseguido, y es cuestión de tiempo antes de que el
último vestigio de oposición (pecado) quede eliminado. En este sentido bíblico,
es posible hablar de vida victoriosa (1ª Jun. 5: 4)
No es fácil
describir la acción santificadora del Espíritu Santo. Es un misterio, al igual
que la regeneración, aunque se puede decir unas cuantas cosas acerca de la
misma.
EN PRIMER LUGAR, la santificación es ante todo la obra
del Espíritu. Si bien es verdad, como mencionamos, que la vida espiritual nace
de estar místicamente unidos a Jesucristo; y si bien Jesús dijo en Juan 14: 23,
que no sólo el Espíritu Santo mora en el creyente, sino también el Padre y el
Hijo; y bien sabemos que no se puede dividir la obra de la Trinidad: sin
embargo, la biblia sí indica que la santificación es principalmente, la obra de
la tercera Persona de la trinidad. Ella es la que regenera (Jun. 3), nueva Tit.
3: 5, santifica (2ª Tes. 2: 13; 1ª Ped. 1: 2), guía (Rom. 8: 14), mora dentro
del hombre (Jun. 14: 17; Rom. 8: 9; 1ª Cor. 3: 16), y escribe en el corazón (2ª
Cor. 3: 3). Y Pablo dice claramente que ‘si alguno no tiene el Espíritu de
Cristo, no es de Él’ (Rom. 8: 9). Estos pasajes indican que el Espíritu es
absolutamente esencial para esta vida victoriosa en Cristo, el que no posee no
pertenece a Cristo, no participa de su vida. De ahí que, sí Cristo ha de
santificar al hombre morando en él, debe hacerlo por medio del Espíritu. Cristo
y el Padre no moran, y en consecuencia no santifican al hombre en forma directa
o inmediata, sino por medio del Espíritu Santo. En resumen, la santificación es
principalmente la obra de la tercera Persona de la Trinidad.
LA SEGUNDA
CARACTERÍSTICA, de esta obra santificadora es que el
Espíritu, al igual que la regeneración, toca el corazón mismo, o el alma del
hombre. No se vale simplemente de la persuasión moral, racional, y deja luego
que el hombre se santifique o no sea a sí mismo; sino que constantemente, toca
su naturaleza básica, su viada subconsciente, las entretelas más íntimas de su
alma, allí donde el hombre no puede ni cooperar ni resistir. El resultado es
que surgen buenas obras, porque el fruto del árbol depende de su naturaleza, y
del corazón es que mana la vida (Prov. 4: 23).
Gracias a
Dios que, en la santificación, el Espíritu opera en esa esfera subconsciente de
nuestra alma donde no podemos resistir. De lo contrario, nunca nos
santificaríamos, porque sin el Espíritu siempre resistiríamos.
EN TERCER
LUGAR, el Espíritu Santo hace que todo el hombre
quede afectado por la santificación. No solamente la voluntad, por ejemplo, de
manera que el cristiano se decida a obrar el bien, pero por otra parte no
entienda el bien, ni lo ame. Antes bien, santifica todo el hombre: su voluntad,
sus emociones, y su comprensión. No da una santificación completa en el nuevo
nacimiento, sino que es una santificación que afecta a todo el hombre e
introduce todo su ser en el camino de la santidad. Es parecido al nacimiento y
crecimiento del niño que es creado perfecto. El niño tiene todas sus facultades
mentales y corporales, aunque sea pequeño. ‘tendrá las uñas pequeñas, pero son
de hechura perfecta. Posee el número exacto de dedos, orejas, cejas y órganos
internos, aunque éstos no hayan alcanzado un desarrollo completo. De una manera
semejante, el Espíritu Santo regenera y santifica a todo el hombre. Puede que
el principio sea muy simple, pero queda afectada cada una de las partes del
hombre. No se le desarrolla la comprensión espiritual con detrimento de su
voluntad, ni su voluntad con detrimento de sus emociones. Va creciendo en cada
una de sus partes, es perfecto en cada una de ellas, pero imperfecto en grado.
Esta
totalidad de la obra del Espíritu se deduce de pasajes como Proverbios 4: 23,
el cual nos dice que el corazón es el que dirige todas las actividades del
hombre y Marcos 7: 20-23, donde Jesús las maldades que proceden del corazón. Si
la parte más íntima del hombre, su corazón o alma cambia, entonces todo que ella
procede quedará también alterado. También se puede ver esto en los distintos
lugares de la Biblia que mencionan en forma específica la voluntad, el
entendimiento y las emociones como objeto de santificación.
UNA CUARTA
CARACTERÍSTICA,
de la obra del Espíritu en al santificación es lo gradual del proceso. El
hombre nunca del proceso. El hombre nunca alcanza perfección instantánea y
total en la tierra. Sólo si el hombre rebaja las normas de Dios a la altura de
su condición propia de pecado, puede pensar erróneamente que es perfecto.
Porque la biblia da testimonio de que el hombre no queda de repente emancipado
del poder del pecado, sino que esta liberación llega después de largas
batallas. A veces el proceso es lento, y otras veces es rápido, pero siempre se
extiende por un cierto periodo de tiempo. Como hemos visto, Juan dice que ‘sí
decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no
está en nosotros’ (1ª Jun. 1: 8). Pablo habla constantemente acerca del pecado
que hay todavía en el cristiano, y de la lucha incesante con Satanás. Y Pedro
no dice: ‘Apoderaos en un brinco de la gracia y conocimiento’, sino ‘Creced en
la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo’ (2ª Ped. 3:
18). Esto indica concretamente que la santificación es un proceso gradual.
EN QUINTO
LUGAR, vemos sin embrago, que ese proceso gradual
quedará completado en un abrir y cerrar de ojos, en el momento de la muerte. En
el cielo, en al presencia del Dios Santo, no habrá pecado; éste habrá sido completamente
eliminado (Apo. 21: 27). Por lo consiguiente, cuando el cristiano va al cielo,
inmediatamente después de la muerte, como lo índica la Biblia, el proceso de
santificación se perfecciona de repente, y en un instante el hombre se vuelve
completamente perfecto.
Esta
continua operación del Espíritu Santo por la cual estamos unidos a Cristo es,
pues la condición indispensable para el triunfo sobre el pecado, aunque ese
triunfo no sea fácil. La presencia del Espíritu y de Cristo es esencial y
básica. No existe otra forma. Sin ellos no se puede conseguir la victoria, ni
siquiera parcial. Las resoluciones firmes, los propósitos, los esfuerzos
penosos, sin el Espíritu y sin Cristo de nada sirven. Si alguien tratara de
conseguir el triunfo de esta manera sería como si una persona tratara de
producir manzanas hermosas, rojas y jugosas, pegando semillas o manzanas
pequeñas a un árbol, y luego esperando que crezcan. Esta acción externa no
produciría ningún fruto. Por el contrario, debe elegir un árbol que este sano,
y que posea la naturaleza del manzano. Una vez hecho esto, cultivado
adecuadamente, ese árbol en forma natural y fácil producirá manzanas buenas.
Como Cristo dijo: ‘Yo Soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí,
y Yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer’
(Jun. 15: 55). Así como las ramas están unidas al tronco, y reciben de él la
savia y la vitalidad que les hacen producir fruto, así también el cristiano
mora en Cristo, y de él y del Espíritu Santo recibe el poder, la vida, y
fortaleza interiores para hacer buenas obras. Y así como es absolutamente
imposible que una vid muerta produzca uvas, así también es imposible llegar a
la santidad si Cristo y el Espíritu Santo no están dentro de nosotros dándonos
vida. Recibimos de Cristo el poder de triunfar sobre el pecado, poder que no
tenemos en nosotros mismos.
Tratar de
triunfar sobre el pecado por medios externos, tales como el ascetismo, al
persuasión moral, la disciplina personal, esto es con nuestras propias fuerzas
y sin el Espíritu, como tratar de convertir la planta recién nacida en un roble
robusto estirando la corteza, las ramas y el tronco. No se puede ilustrar con
este mismo roble en primavera. En algunas de sus ramas hay todavía hojas
muertas, secas y crispadas oscuras. Cuando la vida empieza a brotar desde
dentro, estas hojas viejas caerán por sí solas, y aparecerán hojas nuevas,
verdes, al comienzo, pequeñas, pero ya con forma perfecta, las cuales se irán
desarrollando hasta alcanzar madurez completa. De igual manera, cuando el
Espíritu y Cristo moran en nosotros nos comunica tal poder y vida que los
pecados viejos, van cayendo uno por uno, y en su lugar nacen virtudes nuevas,
claro que pequeñas, pero que van creciendo en forma gradual y segura.
Así pues, la
santificación no se consigue co externalidades, con gran derroche de propósitos
y voluntad, aparte de la fuente íntima de poder. Antes bien, por medio del
Espíritu Santo y de Jesucristo que reinan dentro de nosotros, hallaremos un
poder que no tiene el no cristiano, el mismo poder divino. ‘De su interior’,
dijo Jesús, ‘correrán ríos de agua viva’ (Jun. 7: 38). Ahí está el secreto del
poder del triunfo, el camino del éxito cristiano.
Ahora bien,
debemos estar sobre aviso en contra de un posible error. Quizá alguien dirá que
ya el triunfo sólo se consigue pro medio del Espíritu Santo, debemos de
dejárselo todo a El. No deberíamos esforzarnos en absoluto por derrotar el
pecado. Como alguien ha dicho, deberíamos dejar que Cristo se apodere de
nuestra personalidad y limitándonos nosotros a ‘quedarnos quietos’. ‘No debemos
tratar de no pecar’, porque esto nos conducirá a la derrota. Debemos alcanzar
un triunfo sin esfuerzo, permaneciendo pasivos.
Esta
enseñanza no es bíblica, y además, es peligrosa. Es cierto que sin Cristo y el
Espíritu el triunfo no es posible. Deben morar dentro de nosotros. Pero al
mismo tiempo toda la Escritura clama y exige acción de nuestra parte. La obra
del Espíritu Santo no hace innecesaria nuestra actividad.
En al
regeneración, el cristiano está totalmente pasivo. Nada puede hacer al
respecto, simplemente nace: no coopera en su propio nacimiento. Al igual que le
bebé, el cristiano no contribuye en nada. Pero en la santificación hay un
aspecto adicional. El hombre es pasivo y activo a la vez. Claro está que es el
Espíritu Santo el que actúa en forma soberana en la viada del creyente, en el
área subconsciente de la misma en el corazón, de manera que el hombre está
absolutamente pasivo en esta operación. El hombre no controla al Espíritu O A
Cristo, sino que la vida de éstos fluye hasta él, presidiendo de la actividad
de este último. El hombre está completamente pasivo en este aspecto de la
santificación.
Pero al
mismo tiempo, el hombre está muy activo, no en la recepción de la vida
espiritual sino en la realización de esta vida que el Espíritu Santo le da. No
se le trata como al reloj, al que damos cuerda y luego dejamos sobre la mesa
para siga caminando por sí mismo. Porque el hombre posee voluntad, emociones, e
intelecto, elementos que el reloj no posee. Cuando el Espíritu Santifica al
hombre, respecta estas facultades, las utiliza y hace que entren en acción. En
consecuencia la santificación es una obra pasiva y activa a la vez. Es tanto
gracia como deber: gracia por la que el Espíritu se comunica soberanamente a
aquellos que lo reciben en forma pasiva, y deber en cuanto que una vez recibido
el Espíritu, los que lo reciben son llamados a la acción.
Es cierto
que no actuamos con nuestro propio poder, sino sólo en tanto en cuanto el
Espíritu no da gratuitamente poder y capacidad para actuar. No es como si el
Espíritu actuara parcialmente en nosotros, poniéndonos en movimiento para que
hagamos el resto. Antes bien, Dios actúa ciento por ciento en todo lo que hacemos,
y nosotros actuamos ciento por ciento en todo lo que hacemos. Porque el
Espíritu Santo actúa en nosotros, nosotros podemos actuar. El más mínimo acto
ético que realizamos, ya sea resistir a una tentación, hace algo bueno, o creer
en Jesucristo, lo hacemos sólo porque el Espíritu Santo nos capacita para ello.
Sin embargo, por cierto que esto sea nuestra obligación solemne es esforzarnos
lo más que podamos. No podemos ‘quedarnos quietos`, ‘dejar que El lo haga
todo’, y buscar un triunfo sin esfuerzo’. Lo que la Biblia enseña es que si no
cuesta, no es bueno.
Si bien el
triunfo se logra sólo por medio del Espíritu y Cristo, sin embargo, la
Escritura nos estimula constantemente a que nos unamos a la lucha contra el
pecado y la necedad que hay que combatirla. Se nos dice: ‘Pelea la buena
batalla de la fe’ (1ª Tim. 6: 12); Vestíos de toda la armadura de Dios, para
que podáis estar firmes contra las acechanzas del diablo, porque no tenemos
lucha contra sangre y carne’. (Efe. 6: 11-12); ‘Así que hermanos, os ruego por
las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo,
y santo, agradable a Dios. No os conforméis a este siglo’ (Rom. 12: 1-2);
‘Limpiémonos de todo peso, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por
delante’ (Heb. 12: 1); y ‘corred de tal manera que lo obtengáis’ (1ª Cor. 9:
24). Se podría seguir la enumeración repetitiva, citando texto tras texto con
exhortaciones al cristiano para que se esfuerce en su ser perfecto como lo es
su Padre celestial. Todos estos pasajes bíblicos señalan el hecho de que el
cristiano debe actuar, debe hacer algo. En otras palabras, hay un aspecto muy
activo en la santificación.
Quizá no hay
otro pasaje que muestre la relación del aspecto activo con el pasivo en una
forma más clara que Filipenses 2: 12-13. Ahí Pablo no dice: Estad quietos;
estad pasivos como lo está la arcilla en manos del alfarero: no hagáis nada, no
tratéis, dejad que el Espíritu lo haga todo. ‘Por el contrario, en forma
enfática y diáfana dice: ‘Ocupaos’. ‘Ocupaos en vuestra salvación con temor y
temblor’. Esto se refiere al aspecto activo de la santificación, al deber y
responsabilidad del cristiano. Pablo exhorta a los Filipenses a que hagan todos
los esfuerzos posibles para santificarse. Los Filipenses no pueden responder:
dejémoselo a Dios; él lo hará todo; nosotros no haremos nada. Antes bien, Pablo
les manda que hagan todo el esfuerzo posible.
Pero de
inmediato sigue el aspecto pasivo, cuando Pablo agrega. ‘Porque Dios es el que
en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad’. Sí
¡ocupaos! Haced todo el esfuerzo que podáis; esforzaos con todo lo que tenéis.
Es vuestra responsabilidad. Pero ¡recordad! Que es Dios quien está actuando
dentro de nosotros, tanto en el querer como en el hacer por su buena voluntad.
Esta es la
combinación bíblica, y este es el secreto del éxito. Si un aspecto se prescinde
del otro, el resultado es el fracaso. Si actuamos sin el Espíritu, nos
llenaremos de frustración. Por otra parte, si se lo dejamos todo al Espíritu y no
actuamos, también fracasaremos. Pero combinemos al Espíritu con la acción;
entonces el triunfo será nuestro. El secreto de una vida santa se encuentra en
esta combinación. Con ella el cristiano puede triunfar.
Sin
pretender ser exhaustivo, nos gustaría sugerir tres pasos concretos y prácticos
que el cristiano puede dar (solamente con la gracia del Espíritu desde luego) y
que lo ayudaran a acelerar el triunfo final.
LO PRIMERO, es orar pidiendo una presencia
más plena del Espíritu Santo y de Cristo en su viada. Si bien es verdad que el
Espíritu nos hace orar en fe para pedir su presencia y la de Cristo, es un
axioma bíblico que cuanto más buscamos por fe su presencia en nosotros, tanto
más vendrán a nuestras vidas. Porque la fe es el medio de apropiarse del
Espíritu y de Cristo, lo mismo que la mano es el medio por lo cual nos
apropiamos del pan físico para nuestros cuerpos. Jesús dijo: ‘El que cree en
mí, como dice la Escritura, de su interior correrían ríos de agua viva. Esto
dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él. (Jun. 7:
38-39). Pablo pidió para los Efesios, que habite ‘Cristo por la fe en vuestros
corazones’ (Efe. 3: 17). A los Gálatas les dijo que Cristo moraba dentro de él,
y que vivía en Cristo por fe (Gál. 2: 20). Así pues, la fe es la llave para que
Cristo y el Espíritu Santo más plenamente en nosotros y en consecuencia,
recibamos poder sobre el pecado. Debemos orar en fe para que el Espíritu more cada
vez más en nuestra vida, y lo conseguiremos.
Debemos
recordar que la oración no es simplemente una expresión piadosa de devoción y
agradecimiento a Dios, sino también un medio para alcanzar poder. Se requiere
siempre, sin embrago orar correctamente. Es necesario perseverar, por ejemplo,
acudir a Dios una y otra vez con la misma petición. También es esencial acudir
a Él creyendo y esperando que responderá a nuestras oraciones, y no simplemente
deseando una respuesta, pensando al mismo tiempo que Dios quizá no la conceda.
Esto no es fe. La fe se compone de confianza
tanto como de conocimiento. No solo debemos saber que Dios puede darnos
una presencia más plena del Espíritu y de Cristo; debemos también confiar en
que lo hará. Cuando acudimos a Él con esta expectación y confianza, hallaremos
que Dios quien gusta de otorgar sus dones buenos y santos, nos dará esta
presencia más plena. Esto significará, a su vez, que triunfaremos cada vez más
sobre el pecado. Lo que debemos hacer pues, en primer lugar, para triunfar
sobre el pecado, es pedir en fe una presencia más plena de Cristo y del
Espíritu Santo.
UN SEGUNDO, medio muy importante que
debemos practicar, si queremos triunfar, es la meditación privada sobre la
Palabra de Dios. Excepto cuando se trata de párvulos, el Espíritu Santo no
actúa aparte de la Palabra. ¿Cómo podemos esperar ser Santos y hacer la
voluntad de Dios si descuidamos los medios de la gracia que Dios nos ha dado y
leemos pocas veces el único Libro que nos muestra lo que es la Santidad? En la
Biblia vemos nuestro ejemplo de santidad, de Jesucristo. Encontramos
instrucciones escritas, ya explicitas ya explicitas para nuestra vida. Si hemos
de conformarnos a la imagen de del Hijo, entonces debemos conocer íntimamente
lo que la Biblia nos dice de Él. Si hemos de guardar todos los preceptos de
Dios, tal como se expresan en cada una de las páginas de la Biblia, entonces
hay que leerlos. No podemos esperar perezosamente que el Espíritu nos revele en
forma milagrosa, lo que ya ha revelado. No nos debemos saturar con esa Palabra,
porque el Espíritu actúa por medio de ella. Al alimentarnos de esa Palabra, e4l
Espíritu actuará dentro de nosotros, haciéndonos crecer en santidad. Jesús
enseño claramente que somos santificados por la verdad (Jun. 17: 17). Pedro lo
confirmó cuando dijo: Desead, la leche espiritual no adulterada, para que por
crezcáis para salvación (1ª Ped. 2: 2). La segunda acción concreta, pues que
nos permitirá triunfar sobre el pecado que queda en nosotros en la meditación
personal y esmerada en la Palabra.
Finalmente,
el cristiano que busca una viada más santa será fiel en el culto público. A
través de la predicación fiel y autorizada de la Palabra, el Espíritu Santo le
hablará, le convencerá de pecado y le guiará a la santidad. En la administración
de los sacramentos, verá también renovada su fe.
Supongamos,
por ejemplo, que el pastor predica acerca de la santificación, y que algunos de
sus feligreses que están debatiéndose con algunos pecados, no han venido a la
iglesia sino que se han quedado en casa. Han perdido entonces esta proclamación
oficial de la Palabra de Dios acerca de su mismo Problema, y en consecuencia no
crecerán tanto como hubieran podido hacerlo. El Espíritu Santo actúa por medio
de la exposición oficial de la Palabra. Por ello, el cristiano que desea ser
santo será diligente en asistir a los servicios de adoración en la iglesia
local.
Por estos
senderos nos dirige la Biblia hacia el triunfo sobre el pecado, sobre cualquier
pecado que pueda haber en nuestra vida, ya sea la ira, la impaciencia, el odio,
la envidia, el deseo sexual, la borrachera, la falta de amor a Dios, o a
cualquier otro pecado. La santificación es una acción doble. Ante todo, es
ciento por ciento la obra de Dios. Debemos experimentar por medio de su gracia
soberana, la presencia del Espíritu Santo. Sin Él no podemos hacer
absolutamente nada; estamos condenados al fracaso. Con Él lo podemos todo.
Posemos una fuente de poder divino que puede triunfar sobre el pecado.
En segundo
lugar, la santificación se consigue por medio de la acción constante y decidida
del hombre. Este debe por la gracia de Dios, esforzarse lo más posible por
alcanzar la perfección.
Si se une
estos dos elementos, la acción de Dios y la acción del hombre, el resultado
será el triunfo sobre el.